“Las máquinas son como los niños, hay que enseñarlas”. Eso nos decía una y otra vez nuestro formador, un joven a sueldo del Departamento de la Victoria, ese eufemismo burocrático que recolocaba a los mutilados de la última guerra. Y yo era uno de aquellos. Nos buscaban un trabajo para insertarnos en la sociedad. Y el mío era algo que no llegaba del todo a entender, pero que resumidamente consistía en pasar unas doce horas delante de una pantalla señalando las caras de la gente que pasaba  bajo las cámaras instaladas en un puente. El objetivo era que yo debía hacer que el ordenador aprendiera a diferenciar los rostros humanos de los robots, que cada vez más llenaban las calles. La última guerra había ayudado bastante en ello. En suma, era un trabajo que no parecía difícil

Al principio todas las caras me parecían las mismas, pero poco a poco fui reconociendo a algunas. Los humanos somos seres de costumbres. A determinadas horas comencé a reconocer a la madre que llevaba a sus hijos como si fueran huyendo; al abuelo que apoyado en un joven andaba lentamente; a la pareja de novios que parecían discutir a la ida y amarse hasta la eternidad a la vuelta; al hombre del traje gris y a la chica de la gorra roja de los miércoles. Sí, porque ella siempre pasaba después del almuerzo, sobre las cuatro, y volvía sobre las ocho. A la ida la veía de espaldas y a la vuelta de cara. Comencé a reconocer cuándo volvía alegre y cuándo no. Sin darme cuenta deseé que llegaran los miércoles. Jamás cambié mi turno.

 Y un miércoles decidí que jamás volvería a incluirla en la base de datos a la cual enviaba los rostros de los demás. Ella era especial y por ello los miércoles por la tarde el sistema registraba un rostro menos. Ese mismo sistema tenía un margen de error que, al parecer, corregía el algoritmo, que debía ser el supremo ente de aquella empresa de la cual desconocía todo, incluso su nombre. Por no conocer no conocía ni la ciudad donde estaba el puente, al parecer era la política de la empresa para evitar así el “sesgo emocional”, en palabras de nuestro formador. Podía estar en cualquier parte del mundo. Las apuestas que echamos los compañeros sobre qué sitio sería duraron una semana, luego nos acomodamos, no conformamos con la realidad. Además, la última guerra también había ayudado a hacer el mundo cada vez más parecido. 

Sin embargo yo no me resignaba a perder a la chica del miércoles en el mundo de los metadatos, ella no. 

Un miércoles no apareció. Ni el siguiente. Ni el mes entero. Y entonces llegó mi caída en los rendimientos. El supervisor, otro joven de después de la guerra, me llamó al orden por dos veces por mi falta de productividad. Me pasaba los días mirando la pantalla queriéndola ver, deseando que apareciera aunque fuera un lunes o un domingo, no importaba. Cambié y doblé turnos. No conciliaba el sueño deseando que fuera la hora de ponerme delante de la pantalla. Incluso cometí el error de preguntar a mis compañeros de otros turnos. Las miradas fueron desde entonces distintas, algunos pensaron que había recaído en el shock postraumático  que me había hecho estar más de dos años en el hospital. Y ojalá fuera así porque al menos estaría fuera del mundo, no como ahora donde el mundo era ella.

Y llegó el miedo, el abatimiento de no volverla a ver jamás. Llegué a utilizar el zoom de las cámaras para ver si la localizaba pero era absurdo, ella siempre iba y venía por el mismo sitio, siempre con su libro bajo el brazo. En esas cuatro horas debía leerlo porque veía, mediante el zoom, la posición de su marcapáginas. Por eso, quizá, lo utilicé. 

Estaba empezando a perder el razonamiento en aquella sala solo iluminada por las pantallas y la máquina de café. Volví de nuevo a repasar palmo a palmo la pantalla y advertí algo nuevo. Debían de haber movido la instalación de las cámaras porque ahora veía una parte del final del puente donde se intuía un edificio con grandes escalinatas que de alguna manera me resultaban algo familiares. Poco pude saber más, en los días siguientes el ángulo de la cámara volvió a ser el mismo que al principio.

Abandoné toda esperanza de volver a verla, marcaba los rostros como un autómata, e increíblemente mi productividad creció y el imberbe del supervisor me felicitó. Poco importaban ya los méritos, mis días eran todos iguales, oscuros y sin miércoles. Pedí que no me volvieran a dar ese día, no soportaba ver llegar las cuatro y no verla. 

Pero un día el sistema me envió, de madrugada, un mensaje a mi celular: debía trabajar la tarde del próximo miércoles. Le pedí al supervisor que me cambiara la orden, que era un error, que en mi formulario lo había puesto con claridad…pero todo fue infructuoso. “El algoritmo es el que manda, si el sistema ha generado ese turno para tí, no se puede cambiar, es así, es el algoritmo”.

Y llegó la tarde del miércoles. Y apareció ella, como siempre había sucedido, con su gorra roja, con su libro. Ella había vuelto. Y el siguiente miércoles también, y el otro… Volvíamos a ser felices, parecía verlo en su cara y el supervisor en la mía al decirme que se me veía con mejor humor pero que no olvidase la productividad, que recordase el algoritmo. Sí, el algoritmo. 

El pasado miércoles ocurrió. Fue cuando ella se agachó a recoger la muñeca de la niña de la cual tiraba aquella madre que siempre iba con prisas. Por un momento mi mente congeló la imagen. Eso ya había sucedido, eso ya lo había visto yo. Así como la reacción de la madre que ni siquiera la miró a ella. Todo había pasado, todo estaba pasando. Creí por unos días que aquello era un engaño de mi mente embotada de tantas horas de pantallas, pero ayer, sí ayer, fue miércoles. Y de nuevo a la niña se le cayó la muñeca y ella, siempre ella, se la volvió a recoger. Puse el zoom, vi su cara por última vez, por primera vez…La máquina había aprendido.

Pablo Romero Gabella