Lo invisible es a veces lo más complejo de entender, mas, para algunas personas parece ser lo más simple y evidente. “Lo esencial es invisible a los ojos”, expresó Saint-Exupéry. Realmente, cada uno es el Principito de su propio camino vital que de joven, con torpeza, descubre el mundo adulto y, que, paradójicamente de mayor, se da cuenta de que nunca dejó de ser un niño. Un niño que juega a la vida queriendo curiosear hasta el último rincón de su entereza natural. Esta dimensión invisible donde reside la dorada inocencia atesora un continuo renacer del Ser. Ella, sutil, nos invita a ver el valor de nuestro alrededor, colorear el gris con la ilusión que una vez residió en nuestro corazón.
Platón, San Agustín, Hegel, Ortega, Nietzsche… y muchos otros espléndidos intelectuales los he considerado mis maestros. Ellos, me disciplinaron en la curiosa doctrina de la abstracción. Esclarecer la esencia observando lo común, proclamándose así, la cualidad más especial de las cosas. Sin embargo, una sensación de insatisfacción me invadía. Mi corazón me pedía experimentar todas aquellas lecciones. Salir al mundo y comprenderlo verdaderamente. Leer es encontrar un refugio a la vida, pero entendí que la vida misma es el refugio de mis sentidos. Mi día se escapaba entre los libros, mientras tenía un cuerpo que esperaba paciente la llegada de alzar mi espíritu hacia lo aprendido. Observar, comprender, practicar. Y es que, re-vivir en uno lo aprendido es el mayor acto de amor. El amor nos otorga la sempiterna juventud, y yo, cada vez que recuerdo a mis maestros los hago infinitos en mi cotidianeidad. La vida, pese a sus mil definiciones, se hace única en cada uno de nosotros. Incluso, un concepto tan abstracto como el tiempo se puede divisar en cada bosque, cada mar y cada desierto. La más pequeña roca, animal y planta lleva consigo escondida el secreto de su creación. Ellos, sí son mis verdaderos maestros del tiempo. Quizás no es de tanta importancia la intelectualidad cuando falta el corazón. Un corazón que comprenda la historia de cada ser, y sea testigo de una naturaleza libre y poderosa que se transforma, junto un humano que intenta convivir con ella.
Existía en la Antigua Grecia la figura del thēorós. Se trataba de un hombre que paseaba por las calles de la polis y, simplemente, observaba. Observaba el caminar de las personas, los pequeños animalillos escondidos en los puestos comerciales, los niños jugando, y, sobre todo, el cielo que envolvía este espectáculo lleno de vitalidad. Observar el escenario sin dejarte atrapar, mas sabiendo que forma parte de él, se le denominaba contemplación. Esta acción deriva a comprenderse como un ser humano más, tan necesario como el Otro, para el curso vital de las cosas. Esta filosofía se perdió en el laberinto materialista de la Modernidad. Por ello, os invito a observar vuestro alrededor. Escuchad el mundo. Observando la naturaleza se puede aprender a filosofar y a escuchar(nos). Retornemos pues a lo invisible, a lo desapercibido, al edén de nuestra consciencia. Vivenciemos de una vez aquellas definiciones aparentemente vacías que nos enseñaron. ¿Qué es sino un contenido sin su forma? Una tortuga sin caparazón, un pez sin océano, una flor sin aroma… Recuperemos el espíritu del filósofo griego. Salgan cada día al jardín o al campo a oler las flores, a ver los naranjos en flor de nuestro abril. Salgan a ver a sus seres queridos. Pregunten al Otro, sonríanle. Curioseen. Observen las hojas mecidas por el viento de los árboles de sombra y, sobre todo, dense cuenta de las nubes que pasan por el cielo. Ellas no tienen prisa ¿Por qué nosotros sí? En realidad, tenemos todo el tiempo del mundo. Basta con un instante efímero para verlas brillar. Supongo, que esto es precisamente la vida: hermosa en un instante y eterna en su pasar. Esta es la experiencia más humana que pueden tener. Como decía Goethe «Solo todos los hombres viven lo humano», y lo más propiamente humano es vivir mientras aprende a amar.
Virginia Medina Belloc, Departamento de Filosofía.