Traigo a estas páginas, perdón, a esta pantalla retroiluminada que estás leyendo, unas líneas de la novela Sin novedad en el frente, del alemán Erich María Remarque. Esta novela, publicada en 1929, recogía sus brutales experiencias como soldado en las trincheras del Frente Occidental durante la I Guerra Mundial (1914-1918). Ésta  es una obra de referencia para comprender este conflicto y, a la vez, es considerada como uno de los  alegatos antibelicistas más conocidos. Ha tenido varias versiones cinematográficas, en 1930, 1979 y 2018.

Pero lo que nos interesa aquí subrayar es el papel del profesor, en concreto del siniestro profesor Kantorek, que anima a sus jóvenes discípulos a alistarse  y marchar al frente. Esto nos demuestra el pernicioso poder que los educadores pueden (podemos) tener: el de adoctrinar a sus alumnos y enviarlos al matadero, como ocurrió en 1914.

El profesorado tiene un papel esencial en la juventud, ya que hay en su labor educativa un “reverso tenebroso” que, en estados sin libertad, puede llevar al desastre a toda una generación.  Además es una reivindicación del  inmenso poder de la palabra de profesores y profesoras (aunque muchos no lo crean) ya que pueden ser un elemento insustituible en la formación de una sociedad libre o que quiere llegar a serlo, o un elemento de propaganda, manipulación y destrucción. Nada es eterno y la libertad mucho menos, y esto debe estar presente cada día en nuestras aulas a través del conocimiento y la elocuencia.

Si has llegado hasta aquí te invito a leer un extracto del capítulo I de esta novela donde aparece el profesor Kantorek, que ejemplifica a todos esos que se dicen enseñantes pero no son más de profetas de la destrucción.

“Kantorek era nuestro profesor: un hombrecillo severo que vestía un frac gris con faldones y que tenía una cabeza de musaraña. Su estatura era, sobre poco más o menos, la del suboficial Himmelstoss, “el terror de Klosterberg”(…)

Kantorek nos estuvo discurseando durante las lecciones de gimnasia, hasta que la clase entera se encaminó, en fila, con él a la cabeza, a la oficina de reclutamiento, para pedir ser alistados. Todavía le estoy viendo delante de mí, con sus gafas que lanzaban destellos, en tanto que nos miraba y decía con voz patética

-Iréis todos, ¿verdad, camaradas?

Ese género de educadores lleva siempre preparado su patetismo en el bolsillo del chaleco, para distribuirlo en cualquier momento, en forma de lecciones. Pero entonces no pensábamos aún en eso.

Sin embargo, había entre nosotros uno que titubeaba y no quería seguir el ejemplo general. Se llamaba Joseph Behm y era un mozo orondo y jovial, que al fin se dejó convencer (…)

Cosa curiosa. Behm fue uno de los primeros que cayeron. En un ataque recibió un disparo en los ojos, y le dejamos por muerto en el campo. No pudimos llevárnoslo con nosotros, porque nos vimos obligados a retroceder precipitadamente. Por la tarde, le oímos de repente llamar, y le vimos tratando de arrastrarse delante de las trincheras. Sólo había perdido el conocimiento. Pero, como no veía y los dolores que sufría le volvían loco, no se resguardó y fue muerto antes que pudiera acercársele alguno para traerlo a nuestras líneas.

Naturalmente no se le puede hacer a Kantorek  responsable de lo ocurrido (…) Ha habido millones de Kantorek, todos ellos convencidos de que obraban de la mejor manera posible…, de una manera cómoda para ellos.

Pero, precisamente por eso es por lo que, a nuestros ojos, han fracasado.

Hubiesen debido ser para nuestros dieciocho años unos mediadores y unos guías que nos condujesen a la madurez, introduciéndonos en el mundo del trabajo, del deber, de la cultura y del progreso, preparando el porvenir. A veces nos burlábamos de ellos y les hacíamos  pequeñas jugarretas, pero en el fondo teníamos fe en ellos (…) Ahora bien el primer muerto que vimos aniquiló tal creencia. Hubimos de reconocer que nuestra generación era más honrada que la suya. Sólo nos aventajaban por la frase y la habilidad. El primer bombardeo nos mostró nuestro error e hizo derrumbarse el concepto de las cosas que nos habían inculcado.

Seguían escribiendo y hablando, y nosotros veíamos ambulancias y moribundos, mientras que servir al Estado constituía para ellos el valor supremo, nosotros sabíamos ya que el miedo a la muerte es más fuerte aún. A pesar de ello, no nos convertimos ni en revoltosos, ni en desertores, ni en cobardes (…); amábamos a nuestra patria tanto como ellos, y a cada ataque marchábamos valerosamente hacia delante; pero ya habíamos aprendido a establecer diferencias, habíamos comenzado a ver de repente, y advertíamos que su universo no quedaba en pie nada. Súbitamente nos encontramos espantosamente solos, y solos era como teníamos que salir del aprieto.”

Pablo Romero Gabella

Profesor de Geografía e Historia

IES Cristóbal de Monroy