Ese día comenzó como era costumbre en casa: mi padre salió de madrugada a trabajar con el camión y un poco más tarde, mi abuela. Casi todos los días se levantaba temprano para cortar leña para el horno y la lumbre de la cocina. Era algo que hacía desde pequeña y que no renunciaba a seguir haciendo, a pesar de que ya no era necesario. En el fondo, le seguía gustando respirar el frío de la mañana y recorrer un bosque que era, en gran parte, su vida. Como ella decía, aunque el “tiempo del hambre” ya había pasado, “gracias a Dios”, no venía mal un poco más de leña… por si acaso.
Mientras ella estaba fuera, me puse, sin ganas, a hacer el desayuno a la vez que miraba el móvil, que era lo primero que hacía nada más levantarme. Distraída en mis “stories”, a veces, la leche rebosaba al hervir y tenía que recoger el desaguisado rápidamente, antes de que mi abuela apareciera con el hatillo de leña recién cortada. Al llegar, siempre me miraba inquisitiva al ver mi móvil en el bolsillo trasero del pantalón. “Cualquier día se te va a caer o te lo van a robar. Tú verás”. Después encendía su pequeño transistor y escuchaba las noticias mientras migaba su café. “Y nada de aparatitos de esos en las orejas, hija, que las dos escuchemos lo mismo, ¡qué es eso de que cada uno escuche una cosa como si fuéramos desconocidos! Si quieres escuchar tus cosas, pon el altavoz de tu aparato, que sé que lo tiene y así nos enteramos los dos. Seré vieja, pero no tonta.” Por vergüenza, nunca lo puse y prefería escuchar la radio junto a ella. Durante esa media hora, nos contábamos cómo sería el día que teníamos por delante y, a la vez, cómo habían sido los días que habíamos vivido antes. Desde que mi padre y yo nos instalamos con ella, en su casa del pueblo, habían cambiado muchas cosas. Y asimilar tanta novedad no era fácil, no era fácil olvidar ni tampoco recordar. Ella lo sabía perfectamente e intentaba, a su estilo, hacerlo más liviano. Ese día, justamente, se nos fue el santo al cielo y me di cuenta que llegaba tarde al instituto. No tuve ni tiempo de mirar el móvil por si alguna amiga me había enviado algún mensaje. Cogí la mochila y salí pitando.

Nada más llegar al instituto me di cuenta de que algo raro pasaba, los profesores miraban sus móviles y hablaban entre ellos con caras de desconcierto. El conserje hablaba con Horacio, el profesor de Tecnología que todos considerábamos una especie de sabio, con cara de preocupación y hablaba algo de que “el servidor que no iba”. “Eso es que no hay internet”, escuché al que estaba sentado en jefatura de Estudios casi todos los días y que, por supuesto, ya ocupaba la silla de pala junto a la fotocopiadora. Tampoco sonó la música que por los altavoces anunciaba el principio y fin de las clases; esa semana tocaba la polka, con lo cual, para muchos, fue un alivio. Fue una mañana de tiza y pizarra, de cuaderno y boli. Nada de plataformas, ni de pdfs, ni por supuesto, de vídeos de “Youtube”. Tampoco pudimos presentar nuestro trabajo en grupo sobre el ODS número 12, que tan chulo nos había quedado en “Canva”. En el recreo, supimos que el corte de internet era en todo el país. Algunos hablaban de un ciberataque con un megavirus, otros del cambio climático o incluso de una intervención de los alienígenas. En la hora de Tecnología, Horacio nos sacó del cuarto de sus cachivaches, un transistor, como el de mi abuela, nos explicó su funcionamiento y nos enteramos cómo el país se paralizaba poco a poco. Transportes, cajeros automáticos, semáforos, citas médicas… todo lo que necesitaba internet, como registrar nuestra asistencia al instituto, había dejado de funcionar con normalidad. Y sobre todo, lo más nefasto, no teníamos redes sociales, era algo histórico: ¡no funcionaban ni Whatsapp, ni tampoco Instagram!.
Ese día volví a casa realmente enfadada, no podía creer que en toda la mañana no hubiera podido ni leer, ni escribir, ni subir nada… ¡era una distopía! Sin embargo, cuando llegué a casa mi abuela me recibió sonriente. “¡Tengo algo para ti y creo que no te lo esperas!” Me señaló una caja marrón que estaba encima de la mesa de la cocina. La miré incrédula: ¡era un ordenador portátil!. No daba crédito, no solo por la sorpresa del regalo, sino por cómo mi abuela me decía la retahíla de características que tenía, que si memoria RAM, que tarjeta gráfica… “ y más cosas que el hijo de Eusebio, el de los electrodomésticos, me ha dicho que te servirán para el colegio, pero que no me acuerdo”. Le pregunté que cómo había podido pagarlo. “Pues cómo va a ser hija, con dinero. Tenía yo ahorrado un dinerito, porque sabía que cuando se estropeó ese que tanto te gustaba y que traías cuando llegaste, ese de la manzanita mordisqueada, era un problema para ti y tu padre, porque lo necesitáis, por el internet y por más cosas del trabajo y del colegio. No es el mismo que tenías, no tiene ni manzana ni pero, ni pera, pero me ha dicho Eusebio que es un buen aparato. Su padre nunca me engañó con lo que le compré, fíjate en el transistor que sigo escuchando, tiene más años casi que tu padre y ahí sigue.” No sabía que decir, solo la abracé y le llené de gracias su audífono. “Venga, no seas empalagosa, como esas series que ves, todo el día abrazándose.”
Insistí en lo del dinero y me dijo que esa mañana al salir a buscar leña, vio lo que parecía un tronco caído en el suelo, bien gordo, y lo cortó. Pero no resultó ser lo que pensaba, era algo como una gran manguera de plástico rellena de muchos cables. Al principio, me dijo que se asustó, pero al no darle calambre alguno, debía ser algo que no estaba en uso. Se dio cuenta que la manguera estaba medio enterrada y que era larguísima porque parecía venir del otro extremo del bosque. “Corté un buen cacho y se lo llevé a Curro, el chatarrero, y me dio un dinero apañado, lo justo para terminar de pagar el ordenador. Así que fíjate, de una chatarra que nadie quiere y estaba tirada he sacado algo bueno. El otro día, cuando estabais tus amigas y tú haciendo un trabajo, me explicaste algo de reciclaje, ¿no? Pues mira por dónde…” Todo esto que me contaba me dejó sin palabras, y tuve que sentarme para asimilarlo todo y pensé que era una pena que no pudiera grabarles un vídeo a mis amigas sobre esto. Mi abuela comenzó a calentar la comida y encendió el transistor: “… los técnicos del Ministerio han conseguido encontrar el origen del corte del servicio de internet que ha mantenido a todo el país paralizado durante más de 8 horas. Al parecer, todo proviene de que uno de los cables principales de fibra óptica ha sido cortado en el bosque de L., en el término municipal de H. Aún no se conoce quién o quiénes han realizado tal acto…”
Pablo Romero Gabella
Profesor de Geografía e Historia
IES Cristóbal de Monroy