
Ya estaban las luces encendidas en las calles y esas horribles estructuras luminarias llenaban las plazas y rotondas. Estrellas, angelotes de trompetas tronantes, campanas y el gordo aquel… Ya estaba aquí la Navidad y con ella el recuerdo funesto. Eso pensaba, mientras se levantaba cuidando de no pisar los exámenes de la corrección de la noche anterior. Fue sorteándolos como si fueran minas antipersona y pasó al baño. Mientras se afeitaba, puso la radio y de momento la apagó. Ya estaba allí… la lotería, la maldita lotería de Navidad. Mañana era el sorteo, y encima era día de clase. Cuando caía en fiesta, se pasaba todo el día en la cama con la cabeza por almohada y viceversa.
No podía soportar esas imágenes de falsa felicidad de barrio, de la gente besando los décimos y de tipos que detrás de una barra regaban de champán barato al personal danzante entre el serrín. O al menos a él se lo parecía: que siempre había suciedad y serrín. Así era el comienzo de la Navidad. Se fue al trabajo con el deseo de que pasara pronto el día. Habría que pasar por el trago de las hipócritas felicitaciones navideñas y de año nuevo… un fastidio. ¡Vaya pamplinas!, pensó al ver al primer profesor que vio vestido con esos jerséis de renos y de papás noeles… del infierno.
En la sala de profesores ya estaba puesta sobre la mesa un bandeja de mantecados y polvorones y el curita nuevo ya estaba con sus chanzas sobre el portal de Belén, ¡pamplinas!, volvió a pensar en voz alta. “¿Cómo que pamplinas?” -le dijo el cura, y para rematarle dijo: “además nos va a tocar la lotería este año, seguro”. Un silencio gélido (de Laponia) se instaló en la sala. El cura era nuevo, se notaba. Los más viejos ya habían hecho conocedores a todo el claustro su historia y por eso el silencio era tan denso como un roscón de Reyes de supermercado.
El cura acababa de llegar al centro y un alma caritativamente chismosa le susurró al oído: “hace años, fue el único que no compró el décimo que tocó esa Navidad, desde entonces… pues, bueno, ya lo habrás visto”. El cura reaccionó presto y salió por unas cartulinas a secretaría. Ese silencio le acompañó el resto del día y al llegar a casa, como de costumbre en esos días, se metió en la cama hasta la cena.
Asomó la cabeza de las sábanas, a las diez, cuando su perro “Scrooge” comenzó a ladrar como un poseso. “¡Calla pamplinoso!”-le dijo al tirarle una zapatilla. “Scrooge” lo miró unos segundos con la misma expresión que su dueño (o al menos a él se lo parecía) y siguió ladrando. Cuando le iba a tirar la segunda zapatilla, apareció aquello. Una figura envuelta en luces parpadeantes entró en su dormitorio. “No sé por qué este año me han puesto este atrezzo ridículo de luces LED”. Eso fue lo primero que escuchó de aquello. Apenas pudo balbucear un “quién eres”. La cosa antropomorfa y luminosa le dijo: “pues ya sabes… el fantasma de la lotería pasada”. Tuvieron que pasar bastantes minutos para que pudiera reaccionar debajo de las mantas, mientras aquella cosa se paseaba por la habitación.
-Bueno ya ha pasado el natural lapso de tiempo de incredulidad y de pensar que te hayan echado algo raro en la bebida en la comida de Navidad. No, soy real, bueno, en la medida de lo que uno piense que es real. Mira, estos años he tenido mucho trabajo, no sabes la gente que hay como tú, y este año ya me tocaba contigo. Bueno… miento, miento, el año pasado estuve aquí, pero no había nadie excepto este chucho impertinente. Al grano, que tengo hoy mucho curro: como te dije, soy el fantasma de la lotería pasada y tengo algo que decirte y es muy importante… tan importante que de ello depende tu presente y tu futuro. ¿Me sigues?
”Scrooge” dejó de ladrar y lo miró ladeando su cabeza. Su dueño asomó la cabeza entre las mantas y miró atónito a aquella cosa que no dejaba de parpadear.
-Entiendo que esa mirada de alucinado es un sí. Pues la cosa es la que sigue: primero vamos a ahorrarnos el recuerdo de lo que pasó, ¿verdad que sí? Perfecto, ya todos lo sabemos. Ahora la cosa está en que te propongo algo… perdona, para esto voy a apagarme un rato y no me verás, pero sí me oirás. ¡Uff!, vaya descanso, estas luces me estaban matando, ¡no sabes lo que es esto!. Bueno a lo que iba, te diré un número premiado que saldrá mañana, pero no podrás comprarlo tú, tendrás que convencer a alguien de que lo haga y solo un décimo, que deberéis compartir. Esas son las reglas, ¿entendido?. Pues eso, ¡así de simple! Y ahora me enciendo de nuevo, ¡chasss! y me largo, que tengo a una señora del club de lectura de Jane Austen de Carballedo que me necesita.
Y tal como apareció, desapareció. “Scrooge” esta vez se quedó mudo mirando a su dueño, que ya estaba incorporado en la cama. “¿Es posible esto?. Esto no puede ser real, quizás ha sido ese rosco de anís que me comí en el bar por no hacerle un feo al camarero. O quizás me estoy volviendo loco con tantas horas delante del ordenador metiendo notas… y por criterios… no sé, tengo que pensar”.
Se tomó una ducha y el agua caliente hizo que, por un momento, volviera a la realidad. Todo había sido una alucinación producto del trabajo intensivo mañana y tarde, con sesiones de evaluación maratonianas. “Sí, debía ser eso”, pensó. Y de nuevo “Scrooge” volvió a ladrar, tal como había hecho antes. Su cuerpo se tensó y se escondió tras la puerta del baño. Por el cristal del lavabo, aún cubierto de vaho, pudo ver un extraño resplandor. Sobre el vaho un dedo invisible escribió un número de cuatro cifras. De improviso desapareció y el espejo ganó toda la claridad. En él veía a su antiguo compañero, ya jubilado, sentado en un sofá leyendo con un árbol de navidad de fondo. ¡Cómo pasaban los años! Una sonrisa se marcó en su rostro, pero de inmediato desapareció con la dureza del recuerdo de cómo había ocurrido aquello en el pasado… aquella afrenta, o al menos a él se lo parecía…
Y la imagen desapareció y volvió el vaho. Abrió la ventanuca del baño y con el frío del exterior advirtió esas horribles luces de navidad… o eso era lo que a él le parecían. Su hijo, cuando era pequeño, le decía que en Navidad olía de manera diferente. “¡Ya huele a Navidad, Papá!” Y recordaba cómo lo comentaba con su amigo, su querido amigo de tantos cafés, de tantas tutorías compartidas, de tantas cosas que ya no estaban, como su hijo, que vivía más allá del charco y que parecía tan cerca por la pantalla del móvil. Se sentó sobre la tapadera del váter y pensó. Sí, no era lo más poético en aquellos momentos, pero volvieron a sus recuerdos aquella amistad perdida y cómo después del desencuentro llegó lo de la lotería… una pamplina, sí, era un pamplina aquello de la lotería, una excusa para ocultar lo mal que llevaba el paso del tiempo y sus inconvenientes.
Miró el reloj, aun había tiempo, por internet aun se podría comprar el décimo. Eran las 23:00 y a las 23:45 terminaba el plazo. Debía apresurarse. Cogió el móvil y tecleó como hacen sus alumnos, pero mal. Aún así mandó el mensaje, propio de un demente: “TRtrryretenemos kablar una cossssat.” Se vistió con lo primero que encontró, un pantalón y la chaqueta de un chándal del Albacete que un alumno le regaló hace tiempo, y salió a la calle. Las luces seguían siendo tan horrendas como siempre, igual que aquellos muñecotes de Santa Claus, ¿o no?… o al menos a él se lo parecía.
Pablo Romero Gabella
Profesor Geografía e Historia
IES Cristóbal de Monroy