Ha comenzado el curso, atrás quedan esos días de verano, días de mar, de mil azules, de luces y de lunas pero también de libros, muchos libros. Hubo tiempo para mirar las olas y ver cómo, en cada embiste, logran resuspender la arena, posicionar cada grano en distinto lugar y conformar, de este modo, un paisaje nuevo. Es curioso, pero esta sensación que me produce el oleaje es bastante similar a lo que para mí es la vida en el centro.

Y es que es un verdadero tsunami, todo ese hervidero de vidas que transitan por los pasillos, ocupan aulas, ríen, inventan proyectos, cargan pesares, prueban, lloran… , pero, sobre todo, arriesgan. Dice Marina Garcés en su libro Escuela de aprendices que “educar es el arte de reunir existencias y tomar juntos el riesgo de aprender”. Aprender es arriesgarse, perder pie, esperar a que llegue esa ola, aceptar que entonces todo se movilizará y no podremos ver con nitidez el fondo, abandonar antiguas ideas y conformar otras nuevas que nos permitan entender mejor el mundo y también, como no, entendernos a nosotros mismos. 

Carmina Cañeque recopila los finales de más de cuatrocientos libros y escribe sobre ellos en La última frase, donde podemos leer: “A través de la última frase, su historia se detiene y, en ese momento, se eterniza”. Y es que, para esta travesía necesito proyectar, imaginar el final, inventar esa última frase, la que dará significación a todo el relato y me pondrá en movimiento.

Pero lo importante no es llegar al final, basta imaginarlo, pues la verdadera riqueza está en el propio camino. Cavafis, uno de los mayores poetas del siglo XX, en versión del filólogo, y traductor, Juan Manuel Macías nos deja, en relación a esta idea, estas bellas palabras:

“Ten siempre a Ítaca en la mente.

Llegar allí es tu destino.

Pero en ningún modo apresures el viaje.

Mejor dejar que dure muchos años,

para que llegues, viejo ya, a la isla,

rico con todo lo que has ganado en el camino,

sin esperar que Ítaca te dé riquezas.”

Comenzar un nuevo curso supone arriesgarnos, inventar un final y disfrutar de la aventura; aceptar que en ocasiones me sentiré tal vez poco definida, algo desdibujada, perdida; que serán innumerables las derrotas, que tendré que pedir perdón y, más difícil aún, perdonarme. Es el riesgo de aprender, el precio de esta aventura.

Todos participamos de este viaje, así que, para terminar, os dejo con unas palabras que escribí hace algunos años y que han inspirado este artículo: “Como una brisa que remueve y posiciona cada grano de arena en un lugar distinto y remoto sin perturbar por ello el paisaje; así mi playa se renueva y se conforma en cada encuentro contigo, haciéndome nueva y la misma a la vez”.

Isabel Ceverino Domínguez