Desde chico quise tocar el tambor… perdón, bombo, tocar el bombo en una banda, sobre todo en Semana Santa. A veces me ocurre, como ahora, que confundo las palabras. La razón es que estoy ya harto de escuchar cuando tocamos en las procesiones, cabalgatas u otros eventos musicales que mucha gente diga “vaya tela con el tío del tambor”. Esto demuestra la falta de cultura musical, qué le vamos a hacer. Aunque, tengo que reconocer, que en el principio fue el tambor. Porque mi afición la tengo desde que mis tíos me compraron, en la feria de Mairena, un tambor de juguete. Aún recuerdo a mi Tito Antonio decir “buena cosa hemos hecho comprándole el tambor al niño, me tiene ya mareado”. Ya más crecidito mis padres me apuntaron a una banda juvenil, más que nada por quitarme de casa y que ensayara en el descampado con los otros. Allí descubrí al bombo y fue como un flechazo, ya no nos hemos separado jamás. Sin embargo, no todo el mundo lo veía como yo. Desde el comienzo, cuando tocaba, advertía cómo la gente de alrededor ponía caras extrañas, guiñaban los ojos e incluso llegaban a taparse los oídos. Algunos compañeros me decían que cómo era capaz de darle ese sonido tan, tan… especial al bombo. Algún gracioso llegó a decirme que más que bombo era “una bomba” la que tocaba. Y de ahí, pasé a llamarme “el bomba”; pero yo seguía a lo mío, porque daba esa profundidad sonora que necesita toda buena marcha. Mi primera novia comenzó a acompañarme cuando tocaba en la  Semana Santa del pueblo,  pero no llegó al Martes Santo. Ya la segunda llegó al Jueves Santo, pero me dejó antes de Resurrección. A la tercera, la que es ahora mi mujer, le dije que mejor no me acompañara en el recorrido; quedamos en el tiempo del bocadilllo y así seguimos, tan felices.

Mi ilusión era tocar en la Semana Santa de Sevilla. Cuando llegó ese día, hace ya décadas, estaba eufórico, como toda la banda, ya que era como jugar en la Champions. Además empezábamos el mismo Domingo de Ramos y con una de las grandes cofradías cuyo nombre obviaré, porque desde la hermandad me han pedido discreción.

Fue ese Domingo de Ramos un día bien metido en abril y  con un calor primaveral. Horas plenas de sensaciones, colores, olores y sonidos. Pero la cosa comenzó regular. Desde la salida ya noté esa sensación que podemos llamar de “vaya tela  con el tío del tambor”. Pensé que eran cosas mías, pero no, el capataz habló con mi director y le pidió “que el tío del bombo” tocara con menos entusiasmo. No fueron estas las palabras exactas, pero ya se hacen una idea.  Intenté modular lo que pude, pero mi brazo me pedía esa profundidad sonora a la que antes me referí, a ese latido esencial sobre el que se desarrolla la melodía. Antes de entrar en la catedral, ya la cosa fue a mayores y me pidieron que dejara de tocar. No podía creerlo, con guasa, uno del público me dijo “quillo, que vas a dejar caer al Giraldillo”. El recorrido de vuelta fue mudo para mí y a punto estuve de dejar el cortejo, pero algo en mí me impedía hacerlo.

Por las calles estrechas y a media luz, de la parroquia de la cofradía íbamos ya de recogida. El fresco de la noche compensaba el calor de la tarde y cuando ya el sudor se iba secando, ocurrió lo que nadie esperaba. Un cable, que iba de acera a acera, se había descolgado y nadie había reparado en ello. El de la caña en ese momento no estaba por allí y el cable se enganchó en el extremo de la cruz. La gente que se pegaba a las paredes del callejón gritó. Fue en ese momento cuando, sin pensarlo, como un acto instintivo, hice que el  bombo tronara con  una convicción profunda, con una fe particular, con la mía, y el cable se levantó dejando pasar la punta del madero. La gente enmudeció. Y tras el estupor, los aplausos, la algarabía que es hermana del recogimiento en esas fechas. El capataz abrazó al director de la banda. Recibí abrazos, palmadas e  incluso besos e innumerables estampitas.

Aún no había móviles para que se grabara aquello y es por esto por lo que se cree que todo lo que cuento es una de esas leyendas cofrades. Ya repuesta la compostura tras el susto (una de esas ocasiones que los sevillanos tanto gustan de vivir), el capataz llamó a sus costaleros y, antes de darle al martillo, dijo a todo volumen: “Señores, esta levantá va por el tío del bombo”.

Pablo Romero Gabella

Profesor de Geografía e Historia

IES Cristóbal de Monroy