¿Somos nómadas o sedentarios? ¿Somos de un lugar, de varios o de todos?  Estas preguntas se las hace Victoria, a la que la mayoría conocemos como Vicky, la encargada de la cafetería del Instituto.  Son preguntas propias de una mente inquieta, imaginativa e ingeniosa.

Muestra de ello es el texto que traemos hoy a nuestras páginas (perdón, pantallas). Un texto donde podemos ver que el alma humana se mueve entre el apego y la liberación; valgan estos versos de la grandísima poetisa Emily Dickinson como zaguán literario a nuestra invitada:

“ El Alma tiene momentos  de Huida —

Cuando violentando todas las puertas—

Baila como un Cohete, escapa,

Y se columpia sobre las Horas…”

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EUDOSSIA

El primer recuerdo que asoma a la memoria es mi propia imagen tumbada en la hierba después de una tormenta.

Embelesada observaba a los caracoles subir por los troncos de los árboles con su casita a cuestas. Así lo recuerdo.

 Así éramos nosotros: nómadas de nacimiento, nómadas de profesión, siempre con nuestra casa a cuestas.

Vivíamos de lo que nos ofrecía la naturaleza y cambiábamos de lugar, cuando las inclemencias del tiempo nos obligaban a ello.

Alejados de toda civilización, mis padres sólo visitaban las grandes ciudades cuando necesitaban cosas que la Madre Tierra no pudiera aportarles y siempre que fuera estrictamente necesario.

Me recuerdo rogándole a padre para que me llevara a una de aquellas visitas, para calmar mi alocada imaginación de niña y poder comprobar por mí misma las miles de historias que los nómadas contaban sobre ellas.

Cansado de mis ruegos, un buen día accedió y pude, al fin, acompañarlo o al menos, así lo recuerdo.

Tardamos tres días con sus tres noches en llegar a Eudossia. Celeste, nuestro pequeño burrito, seguía mis pasos con sus alforjas repletas de las cosas que cambiaríamos por otras.

A la entrada de Eudossia, hay una vieja alfombra de bellos colores que nos presenta el plano de la ciudad, pero como jamás he visto ninguna no se interpretarla. Recorremos multitud de calles estrechas, llenas de gente que transita con prisa.

Acostumbrada a nuestra vida tranquila, me siento atrapada  en un laberinto de casas que son muy distintas a nuestra pequeña yurta.

Los sonidos del bosque se me antojan silencio en Eudossia.

Hay olores que no me gustan y mis sentidos parecen agudizarse ante tantos estímulos desconocidos.

Caminamos en zigzag y de forma ascendente buscando el mercado. Según nos han dicho, está en el centro y debajo de la torre.

Al llegar allí, podemos encontrar, en los pequeños tenderetes, todas las cosas posibles que una persona puede necesitar y desear. Grandes hogazas de pan, pescado fresco ,verduras, frutas que no he comido nunca y que me encantaría poder saborear. Pero sobre todo llama mi atención el puesto de las especias traídas de la India y que destaca por su colorido. El rojo del azafrán, el marrón de las estrellas de anís, el amarillo de la cúrcuma, el aroma de las varas de canela. La pimienta molida me hace cosquillas cuando acerco mi nariz y me hace estornudar. El tendero sonríe. El color de la menta y la suavidad de la nuez moscada…, quiero quedarme allí para siempre, en aquel puesto ambulante.

Supe que algún día no muy lejano volvería. Porque aquella ciudad que me daba miedo, me atraía como un imán.

No había heredado el corazón nómada de mi padre y el mío quería echar raíces en aquel lugar.

Victoria Aguila Costales.