A principios del año de mil ochocientos y nueve, cuando parecía que la guerra iba a ser ganada por los ejércitos de S.M.C. bajó de la Francia cual Anticristo el ominoso Napoleón con sus legiones de demonios ateizantes. El miedo entre nuestras filas se extendió como la peste y, al conocerse las primeras derrotas frente a los franceses, muchos de los que decían llegar a París para pasear la cabeza del pérfido corso en una pica, huían como conejos ante la escopeta del cazador. Muchas unidades se descompusieron, mientras que otras se mantuvieron firmes y firmemente cayeron.

En mi caso, fuimos trasladados al ejército de Extremadura, al mando del Duque de Albuquerque, un jovenzuelo engreído y caprichoso, tal como se decía en las tabernas en voz baja. Y fue en una de estas en la que una noche muy fría me quedé dormido entre las bestias del establo. Los míos partieron apresurados a la amanecida y no cayeron en mi ausencia, ya que servía en una nueva escuadra a la que fui destinado tras lo que ocurrió con “El Marquesito” [a este respecto no sabemos a ciencia cierta a qué se refiere el autor: si es el episodio ya narrado aquí o bien otro que se haya perdido entre las hojas que faltan].

No por cobardía, sino por pereza, me pasé gran parte del día dormitando en el establo y hasta bien entrada la tarde no partí (con el hambre metida en las entrañas) a los caminos desiertos de no sé muy bien dónde. Anduve varias noches sin rumbo definido; descansaba y dormía durante el día. Comía lo que Dios me ponía por delante y lo que mis manos afanaban en las pocas y pobres casucas que me encontraba. Me había convertido, sin pretenderlo, en un prófugo, en uno de aquellos a los que, hasta hace días, me encargaba de dar caza.

En una noche de luna llena, mi pertinaz deseo de llevarme algo a la boca me condujo a una zona donde sonaba el agua; era un humedal donde intenté, sin premio alguno, pescar algo vivo que comer. El olor a cocido (o a mí me lo pareció) me guió a una gran zanja en la tierra, parecía ser una gruta o cueva, de donde salía ese nutricio olor. Aprovechando la luz selenita me introduje en ella y a los pocos pasos comencé a escuchar sonidos como de berlanga [juego de naipes], con risotadas que entendí como siniestras. La luz lunar desapareció pero su lugar lo ocupó un resplandor interno, como de fogata, que proyectaba unas sombras fantasmagóricas sobre las rocas. El miedo me pudo e intenté volver hacia el exterior y fue tal el apremio que tropecé, siendo mi cara la que recibió el primero de todos los golpes que vendrían después.

En tal estado quedé, que mi mente veía figuras borrosas y un olor intenso a pan entraba por mis narices. Además, advertí que mis manos estaban atadas a la espalda y no podía moverme. Al abrir bien mis ojos, pude ver alrededor de la fogata a unos hombres vestidos de soldados, pero más que simples soldados o incluso oficiales, parecían generales. Su jerigonza me parecía extraña, aunque por palabras sueltas llegué a la conclusión de que hablaban francés. Todos reían a carcajadas y comían una carne que parecía sabrosa, bebían en grandes botas de vino y partían grandes panes blancos con sus sables. ”Vous connaissez bien l’Espagne, n’est-ce pas, messieurs?” decía el que parecía ser su jefe, aunque era el más bajo de todos. Este se volvió hacia mí y riendo me dijo algo que no entendí, pero vislumbré en sus ojos una chispa demoníaca que me recordaba algo que había visto en alguna estampa. Mi mente se negaba a creerlo, pero mis ojos me decían que estaba ante el mismísimo Napoleón Bonaparte junto a todos sus mariscales. Se acercó a mí y el maldito comenzó a abofetearme, tan fuerte que perdí el sentido.

Al recuperar mi sino, me percaté de que me habían puesto, a modo de caperuza, mi talega, que aún conservaba vacía en mis bolsillos, y de nuevo el Gran Torturador comenzó a abofetearme diciendo, en un español con acento andaluz, “despierta, despierta”. A esto le siguió en voz muy baja “soy el padre de Rafael, al que llaman ahora “el marquesito”; te reconocí como uno de los que iban con él… estos bribones te quieren dar plomo, así que cuando te desate, sal corriendo hacia la dirección en la que te deje y podrás salir de la cueva. No te quites la talega hasta que yo te lo diga y entonces echa a correr…” Y así, hecho todo mi cuerpo un acopio de magulladuras, tal como un Ecce Homo, logré escapar de aquella cueva en la que Dios sabe si llegué a estar o no.

Pablo Romero Gabella

Profesor de Geografía e Historia

IES Cristóbal de Monroy