Hay muchas cosas que se pueden escribir, como las aventuras de Odiseo, los misterios de Sherlock Holmes o el romance de Madame Bovary; pero hay muchas otras cosas que somos incapaces de plasmar en palabras. Escribir se puede volver una tarea de lo más tediosa y a veces puede hacernos sentir inútiles, incluso insuficientes; justo como en este momento.

A las palabras les cuesta salir, se atoran en mi garganta, en mi cabeza; están dentro de una burbuja a punto de explotar, pero parece que ese momento nunca llegará. Las ideas revolotean como mariposas en un prado verde, o más bien como mosquitos en la orilla de un charco, angostos e incluso molestos a rabiar. Me quedo en blanco, no sé ni qué palabra usar. Nada aparece frente a mí, sólo el vacío de una mente brillante bajo el yugo de la nostalgia.
Unos ojos, una caricia, un perfecto paisaje, o quizás tan solo una palabra susurrada al oído. Cada escena aparece ante mis ojos como un sueño, tan claro y distinto, pero que al despertar somos incapaces de recordar. Esa sensación de angustia queriendo salir del pecho, romper las paredes, destrozar el lecho de un pensamiento muerto y explotar en cada página como una vulgar mancha de tinta, o quizás solo de café derramado, frío y olvidado.
El mundo está lleno de palabras, pero las mías recelan de él, se sienten incómodas y no quieren mirar a nadie, no quieren que nadie las escuche, como un espléndido artista oculto del mundo; lleno de belleza y pasión, pero acallado en las sombras de su alma.
Lloro, me siento frustrada; siento el pesar del silencio y la esclavitud de mis palabras. Ni la quietud de la habitación calmada, ni el murmullo de la biblioteca, ni las notas de la melodía que suena de fondo las hacen florecer, las palabras se echan a correr.
Bécquer hubiera opinado que mi arpa está olvidada, a la espera de que toque sus cuerdas y dé vida a mis palabras. Pero, Bécquer, hoy debo confesar que mi mano está rota, que ya no sé tocar el arpa, que parece que jamás volveré a ella. Y no es solo mi arpa la que calla, también mis palabras han aprendido a esconderse, a evitar la luz, a temer su propio eco. Tal vez no es que mi mano esté rota, sino que el miedo me impide alzarla.
Y sin embargo, el arpa sigue ahí, acumulando polvo, con sus cuerdas tensas, esperando a que un día encuentre el valor para tocarla de nuevo. La miro de lejos, temerosa de que su sonido me sea ajeno, de que sus notas se hayan vuelto extrañas a mis dedos. Quizás aún no es el momento de tocarla, pero sé que, en el fondo, sigue allí esperando. Y en su silencio, como en el mío, las palabras siguen respirando.
Y hoy, estas palabras, escuetas y concisas, son las que me enorgullecen de gracia, las que gritan en alto; que hasta en silencio, las palabras hablan.
Paloma Mingorance Salas
(antigua alumna del IES Cristóbal de Monroy,
terminando su Grado de Filosofía
en la Universidad de Sevilla)