Recuerdo que uno de los mejores momentos de mi vida fue mi Tiempo de silencio con él. Era primavera y entre ratas, descampados y chabolas lo llegué a conocer. Y creo que él a mí. Entre las secuencias de una historia, en principio, deprimente y gris, nos enamoramos. Qué palabra tan grande para los que se consideraban tan pequeños. Esa primavera fue radiante tras haber pasado ambos, pero no juntos,  por los Campos de Castilla  y por nuestras Soledades.  Justamente después de la Semana Santa, tras compartir con amigos comunes el frío de la madrugada, el amanecer de incienso en El Calvario y una mañana de churros en El Duque, nos dimos cuenta de nuestra existencia.

Y llegó nuestro Tiempo de silencio, pleno de cafés y colacaos en La Centenaria, conversando, sin parar, con el tristón de Martín-Santos.En esos días, semanas quizás,  fuimos solo los únicos habitantes de aquel mundo que comenzaba en La Vía y terminaba en El Paraíso. Y nuestro Tiempo de silencio fue apagándose con el calor del inicio del verano, en el Albero, en la Feria, y por último, en aquella tarde en Sevilla. En aquellos, recién estrenados, Jardines de El Valle nos reconocimos como aquellos roedores que experimentaron gozosos aquella felicidad del enamoramiento. Él siguió su camino y yo el mío, pero siempre quedará para nosotros nuestro Tiempo de Silencio, cuando  en él subrayamos  “esa engañosa belleza de la juventud que parece tapar la existencia de verdaderos problemas… hay una belleza en la que la fijeza hipnótica de la mirada puede equivocadamente suponerse más debida al brío del deseo que a la escasez de la satisfacción

Pablo Romero Gabella

Profesor Geografía e Historia

IES Cristóbal de Monroy