Desde el año 1997 cada 24 de octubre se celebra en varios países el Día Internacional de las Bibliotecas, con la intención de resaltar la importancia de este tipo de edificaciones para la historia humana como resguardo de su cultura.
La iniciativa nació para visualizar la biblioteca como lugar de encuentro de los lectores de todas las edades con los escritos de todas las épocas. Las bibliotecas fomentan la convivencia humana, como centros socializadores e integradores donde los libros están al alcance de todos.
Bibliotecas públicas, privadas, universitarias, especializadas, escolares, nacionales, móviles… Todas ellas albergan grandes tesoros, y destruirlas o no protegerlas, que viene a ser lo mismo, es un memoricidio a pequeña o gran escala.
Y una de las mejores maneras de protegerlas es darlas a conocer, abrir sus puertas, mostrar sus rincones más escondidos, extraer sus documentos de los fríos estantes y ponerlos en manos de los lectores. Y, sobre todo, hablar y hacer que se hable de ellas.
Las Bibliotecas tienen un valor especial para cada uno de nosotros, forman parte de nuestra historia vital. Un bonito ejemplo es este Pregón que Irene Sánchez Carrión leyó en octubre de 2018, en una Biblbioteca de Cáceres:
AQUELLA BIBLIOTECA ESTABA ALLÍ
Crecí sin bibliotecas. No las había en casi ningún pueblo de España. Así que mi infancia transcurrió con pocos libros y muchas ganas de leer No me quejo, ya que me da la impresión de que la carencia alimentó el deseo. En casa teníamos una pequeña estantería de madera en la que cabían todas las obras que poseíamos. Tampoco me quejo, ya que la escasez condujo a la relectura de los textos hasta exprimir cada detalle. Si leer es importante releer es fundamental para fijarse en las argucias que utilizan los autores. En el colegio de EGB leer ficción constituía una recompensa. Agradezco a mis maestras que tuvieran el acierto de premiar nuestra diligencia en el estudio o el buen comportamiento con un rato de lectura. Los cuentos estaban custodiados bajo llave en una vitrina. Podíamos verlos a través del cristal, pero no podíamos tocarlos. Algunos días la maestra abría la vitrina y colocaba los codiciados volúmenes sobre su mesa. Obteníamos el permiso para coger un ejemplar solo si habíamos acabado las tareas y el comportamiento había sido el adecuado. Nunca, ni siquiera ahora, me ha abandonado esta visión de la lectura como premio que me aguarda al final de la jornada. La primera vez que entré en una biblioteca pública fue en la ciudad de Cáceres, cuando era adolescente. No sé por qué fui, pero sí recuerdo el impacto que me produjo el lugar. Mis ojos no podían creer lo que veían. Los libros no estaban bajo llave, sino en estanterías abiertas, a disposición de los usuarios. Podían cogerse con total libertad y de manera gratuita. Estaba permitido recorrer los pasillos situados entre las baldas y acariciar los lomos suaves de las distintas encuadernaciones. En el mostrador me explicaron que, además, con un carnet gratuito, podía llevarme algunos ejemplares, tenerlos unos días y después devolverlos. Para mí, aquello era un milagro. Como ya le había sucedido antes a Jorge Luis Borges, aquel lugar recién descubierto me pareció el paraíso. O dicho de otro modo si el paraíso existía, tenía que parecerse mucho a una biblioteca. En medio del silencio me invadió una sensación de libertad absoluta. Yo decidía por primera vez qué y cuánto leía, así que convertí muchas tardes y algunas mañanas de fin de semana en un festín de libros. Resultaba un placer pasear por el pasillo de la “P” dedicado a la poesía, coger ejemplares al azar y pasar el tiempo leyendo poemas de todos los estilos y apuntando los versos que me parecían más hermosos o que tenían algo que decirme. Me maravillaba cómo aquellos autores componían textos con imágenes deslumbrantes y con una musicalidad que yo era capaz de escuchar en el fondo de mi mente, muchas veces de pie, junto a una estantería. Desde entonces nunca he dejado de acudir a las bibliotecas. Las salas de lectura me han acogido en los años de estudiante, los fondos de documentación han facilitado mis investigaciones y la zona infantil ha recibido a mis hijos con juegos y cuentos bellamente ilustrados, a los que también ellos podían acceder con total libertad. La primera vez que entré con mis hijos en la biblioteca pública de Badajoz sentí que la historia comenzaba, esta vez sí, por el principio.
Las cosas más simples son muchas veces las más maravillosas, pero suelen pasar desapercibidas precisamente porque nos acostumbramos a poseerlas. Las bibliotecas son un impulso inesperado de la humanidad que ha recorrido los siglos hasta llegar a nosotros. Alguien, en algún momento, en algún lugar, tuvo la feliz idea de recopilar libros, que entonces eran un artículo de lujo, y de habilitar espacios al servicio de lectores interesados que no disponían de fondos en su propia casa. Esta Iniciativa, que ahora nos puede parecer simple, revolucionó el mundo porque permitió a muchas personas el acceso a la información y a la cultura. Hay quienes siempre temen el futuro y lanzan ideas apocalípticas acerca de las amenazas que se ciernen sobre estos espacios públicos. Creo que nada hemos de temer, porque las buenas ideas, y las bibliotecas lo son, perduraran a lo largo de los siglos, mientras el ser humano desee compartir el conocimiento. Charles Bukowski, un autor maldito e iconoclasta como pocos, confiesa en un poema que la biblioteca de su ciudad fue su tabla de salvación: “…aquella biblioteca estaba / allí cuando yo era / joven y buscaba / algo / a lo que aferrarme».
Yo también siento que las bibliotecas han cambiado el curso de mi existencia. Porque crecí sin bibliotecas, sé bien lo importante que fue tener la suerte de acceder a una en la adolescencia. Pero no me quejo. No disponer de una biblioteca en la infancia me ha hecho ser consciente de su necesidad durante el resto de mi vida.
¡Apreciemos la gran suerte de contar con Bibliotecas!
En 1992 el músico Vedran Smailovic tocó su violonchelo entre los escombros de la biblioteca de Sarajevo