Dejamos a nuestro esforzado y desafortunado personaje en la cárcel de un pueblo sevillano, en espera de marchar a la guerra junto con otros reclutas. Seguimos, pues, describiendo las andanzas del que podemos llamar como “Gabriel”, por lo que hemos podido deducir de lo leído hasta ahora.

“En toda la calor del final del verano nos hicieron andar el camino a Sevilla para ser incorporados a las tropas de Nuestra Católica Majestad Fernando VII (q.d.g.), preso por aquel entonces en la Francia por el vil Bonaparte. De los ocho que íbamos, uno escapó aprovechando que el alguacil fue a hacer aguas mayores a la sombra de los Caños de Carmona y dos volvieron al pueblo tras llegar un papel del alcalde, traído por un cosario, que los declaraba hijos de viuda y tener casa abierta. De los cinco que llegamos a la Maestranza de Artillería de Sevilla, dos fueron declarados exentos por ser cortos de talla y otro por estar tan enfermo y escuchimizado que era mejor que volviera a su casa. Al final, solo quedamos un jornalero de una hacienda de Utrera y yo mismo.
Se nos dio unos uniformes que habían ya perdido cualquier dignidad propia de la milicia y con más agujeros que un panal. Y tocado con algo que algún día debió ser un sombrero, me soltaron a la calle diciéndome que en dos horas debía volver ya que era la hora de comer y la olla no daba para todos.
Así que, cargado con mi talega, a la que le quedaban aún algunas regañás, comencé a deambular por las calles que el calor iba vaciando. Buscando la sombra llegué a unas callejuelas del barrio del Arenal. Y cuando me secaba el sudor de la frente, sentí como tiraban con fuerza de mi talega. Fue tal el tirón que me dieron que caí de espaldas y mis posaderas encontraron acomodo en un blando lecho de estiércol equino. Cuando pude reaccionar y levantarme de tal guisa, vi a un fulano correr con mi talega en la mano por las estrecheces del barrio. Grité y grité “¡al ladrón!, ¡al ladrón!”, pero fue en vano y cuando ya tenía casi perdido el resuello y la esperanza, me iluminó una patriótica idea: “¡al francés, al gabacho que escapa, al espía francés, paisanos!” Y a tal llamada, salieron de los recovecos más oscuros un paisanaje empatillado que pronto rodeó al ladrón de mi talega. Corrí hasta donde lo tenían acogotado y con disposición de propinarle puñetazos, patadas y hasta estacazos y dije campanudo a la bulla tronante: “Dejad paso, dejad paso a la Junta Suprema de Sevilla. Este hombre debe ser llevado a la autoridad competente, en esa bolsa lleva documentos muy importantes, de los cuales depende la suerte no de la guerra misma, sino de la propia Monarquía y de la Santa Iglesia”.
La multitud cesó en sus improperios y gritos, y algunos comenzaron a santiguarse. Y fue así como saqué de una situación mortífera de necesidad a un tipo, que al liberarlo de las manos, brazos y piernas que lo aprisionaban, dejó ver en su cara las palabras “miedo y hambre”, en orden indistinto. Haciendo creer a todos que, en mí, la autoridad de la Junta Suprema de Sevilla tomaba cuerpo, lo llevé arrastrando por un brazo e increpándole lo saqué de la querella. Una vez a salvo, no paró de agradecer, llegando a un nivel casi servil, pero que no escondía más que una guasa con la que parecía haber nacido, mi salvífica aparición, declarando su más profundo arrepentimiento de su delito que no era más que producto de un hambre canina. Al ver su gracejo adulador, abrí la talega y le dí un trozo de regañá, a lo que me respondió: “Merci, Monsieur!”.
Continuará….