Navidad con olor a pollo asado
Eran unas cálidas Navidades de mediados de los años 90 del siglo pasado. Melchor Ortiz volvía en ciclomotor de su trabajo de repartidor de pollos asados. Aquella noche, previa a la de Reyes, regresaba más temprano de lo normal porque apenas recibieron pedidos. Había, otra vez, jaleo en casa. Sus padres estaban discutiendo. Aún no habían advertido que había llegado y pudo escucharlos mientras de fondo sonaba “Un año más” de Mecano.
-Pero, ¿cómo vamos a regalarle al niño…
-¿Niño? Si ya tiene 18 años y estudia en Sevilla,¡por Dios !
– No te me vayas por las ramas, Paco, que al niño no vamos a regalarle algo que has encontrado en la basura, ¿te enteras?
– ¡Que no estaba en la basura!… estaba al lado de la basura que no es lo mismo. Mira, mira, aún tiene la etiqueta de la tienda, ¡el maletín está nuevo, sin estrenar! Además mira, María, es bueno, de cuero del bueno.
-Sí claro, y estaba en la basura…
-Al lado de la basura..
-¡Paco! no me irrites, por favor.
– A ver, cari, escúchame, con lo tuyo y hasta que no me ingresen el paro tenemos lo justo para comer y pagar la luz y menos mal que el agua es para el mes que viene… además, que la basura ha quitado mucha hambre, eso me decía mi abuelo. Mira gordi, creo que…
– Paco, Paco, que no es la primera vez que me traes cosas que te encuentras por ahí, como el año pasado con la guitarra sin cuerdas…
Melchor dejó de escuchar, el resto ya se lo sabía, nada nuevo: que si los del tribunal médico eran unos… y que con lo que sacaba ella limpiando y el paro podían aguantar hasta que su amigo le encontrara un hueco. Melchor, en sus cavilaciones, se dio cuenta de que todavía olía a salsa de pollo asado y que necesitaba una ducha. Dejó las quinientas pesetas en el aparador, junto al paquete de Ducados y una cassette de chistes de Arévalo. Las cosas de su padre.
A pesar de la resistencia de su madre, él tuvo su regalo: el dichoso maletín de cuero. Tenía múltiples compartimentos internos, y en uno de ellos encontró algo: un sobre cerrado con un nombre escrito: “Para SSMM de Oriente”. No se atrevió a abrirlo y lo guardó entre sus cosas.

El novato y el “dinosaurio”
El maletín le acompañó toda la carrera, las oposiciones y el primer año de profesor.
Ese año fue un año duro, de adaptación. Iba y venía por los pasillos, agobiado por rellenar a tiempo los papeles que le pedían, cuidando a una revoltosa tutoría de la ESO, organizando extraescolares, haciendo cursos y, si le quedaba tiempo, incluso daba clases, explicando los temas que preparaba los días previos.
Solía dejar el maletín, entre clase y clase, en la gran mesa de la sala de profesores junto calendarios de sindicatos, folios en sucio, libros perdidos y, en ocasiones, sobre todo en época prenavideña, compartiendo el espacio con restos de papelones de churros. Melchor advirtió que su maletín llamaba la atención a un compañero de su departamento, más mayor, de esos considerados “dinosaurios”. Más de una vez lo vio cómo acariciaba la piel del maletín con una delicadeza sorprendente. No se atrevió nunca a decirle nada… hasta que llegó la comida de Navidad del instituto.
La comida de Navidad
Por casualidad (o no) acabaron compartiendo mesa y sobremesa. Comenzaron la conversación con temas como “a ese alumno le di clase en primero y también a sus hermanas”, “esa tutoría es movidita”, “no me creo que me quede tan poco para jubilarme”, “¿los horarios?, ¿a mí me vas a contar?” o “¿las guardias?…” Y así, pasaron a compartir café y charla con el resto de los compañeros e incluso cantaron algún villancico desafinado. Algunos y algunas se marcaron un baile, mientras sonaban Mariah Carey o José Feliciano. Llegado el momento de “Last Christmas”(I gave you my heart)”, comenzaron las confidencias.
-Entonces, Melchor, eres el dueño de ese bonito maletín de cuero y además de cuero bueno…
-Eso mismo decía mi padre. Es un regalo de Reyes, de cuando comenzaba la carrera. La verdad es que le tengo mucho cariño
– Sí…, ¿sabes? yo tuve uno muy, muy parecido al tuyo pero… lo perdí, y eso yo lo llevo muy adentro.
-Vaya -Melchor volvió a recordar esa noche de olor a pollo asado- ¿Qué pasó?
-A ver, cómo te lo cuento, compañero. Pues ese maletín fue otro regalo navideño, de un amigo, hace ya… uffff la tira de años, creo que hace treinta años o así. En una de esas comidas de Navidad que organizamos cada año los amigos. Y bueno, digamos que acabé un poco “achispado” y cuando volví a casa, ya por la noche, recogí la basura y fui a tirarla. Al día siguiente, al ver la bolsa de basura en casa, supe que lo que había tirado era la bolsa con el maletín.
– Noooo -dijo Melchor mientras recordaba a su padre-
La foto angelical
– Pues sí, vamos ¡que la tiré! -exclamó el “dinosaurio”- Cuando, por la mañana, fui al contenedor ya no había rastro de la bolsa con el maletín. Pero lo que más me dolió no fue eso, Melchor, no, fue que metí dentro la carta que me había dado mi hija pequeña para los Reyes. La había hecho en el colegio y dentro había una foto de ella vestida de angelito del belén viviente del cole. En aquel tiempo aún no teníamos móviles, ya sabes y no pude conseguir otra copia. Y eso que insistí en el colegio, pero no se encontró el negativo. La maestra llegó a decirme, con toda la razón, que, por favor, no le volviera a pedir “la fotito».
– Pues vaya…
– En cuanto al maletín, como el tuyo, vamos idéntico, intenté comprarlo en todas las tiendas de la ciudad, pero nada. Además tampoco existía el comercio online y no veas qué cabreo cogió mi amigo al saber que lo había perdido. Pero te digo una cosa… que me enteré que era un regalo que le hizo su ex y que se lo quitó de en medio regalándomelo… él era de esos de mochilones que parecen que están haciendo el Camino de Santiago. Y esa es, Melchor, mi historia navideña.
Melchor buscó en su memoria dónde podría estar el sobre, porque sabía que aún lo conservaba, seguramente dentro de algún libro. Buscó y buscó hasta que le vino la voz de su madre: “eres como tu padre, todo lo guardas, no tiras ni las entradas del cine que acaban borrándose…”. Y de repente, lo visualizó. Estaba dentro de una enciclopedia que había utilizado, no hace mucho, para preparar un tema de bachillerato.
Un plan sin fisuras
-Entonces… a ver -Melchor comenzaba a urdir su plan- ¿estás seguro que el sobre estaba en el maletín?, ¿no podrías haberlo dejado no sé, dentro de algún libro? o ¿en el Departamento?, no creo que tuviera en aquel entonces menos papeles que ahora. Lo mismo podría estar en algún archivador antiguo, dentro de un trabajo que conservaras, no sé…
El compañero negó con la cabeza.
-¿Qué crees, que no puse patas arriba el departamento? El sobre, es verdad, lo llegué a tener unos días antes e incluso creo que lo metí en mi cuaderno del profesor, pero ya te he dicho, busqué en todos los lugares imaginables.
– ¿Y qué te parece si mañana, que es el último día de clase, vamos y echamos un vistazo en la jungla del departamento? ¿Qué te parece? A ver que mire nuestros horarios…
Melchor pasó sus dedos raudos por la pantalla de su móvil para localizar el PDF con los horarios, mientras su compañero lo miraba circunspecto.
-Aja, a tercera hora tienes “mayores de 55 años” y yo tengo previsto que mi tutoría vaya con la de mi cotutora a cantar villancicos y les prometí llevarles churros… así que lo hablo con la compañera y creo que podemos echar un vistazo.
Final feliz (y pringoso)
Y así, el último día de clase el profesor Melchor Ortiz y su compañero comenzaron a revolver lo que la madre del primero habría conceptuado como una “leonera”. Melchor encontró la tarde anterior, tal como había recordado, el sobre dentro de la enciclopedia que, a su vez, fue un regalo de otra Navidad pasada. Melchor ya había trazado su plan: tras dejar los churros en clase, entraría en el departamento y en el armario más recóndito, en el compartimiento más impensable, dejaría el sobre. Luego recogería al compañero en la sala de profesores e irían a descubrir, por casualidad, por supuesto, lo que no debiera haberse perdido en el siglo pasado.
¡-Melchor!, ¡Melchor!… aquí, aquí, está, ¡ no me lo puedo creer!
– ¡No me digas! – Melchor intentaba hacerse el sorprendido, pero era tal el estado de excitación del otro que era inmune a la evidencia de su pésima actuación.
-¡Es el espíritu de la Navidad! -exclamó Melchor sonriente
-Pues, pues, será eso… mira, mira la foto, ¡qué guapa! Fíjate, ahora ya me va a hacer abuelo y todo… madre mía. Vive en Colonia, se fue como Erasmus y allí sigue.
-Vaya, Colonia, pues ahí parece que están enterrados los Reyes Magos, en su catedral. ¡Qué casualidad!
El profesor miraba el sobre amarillento por el tiempo.
-”Tempus fugit”, compañero, mira cómo está el papel de estropeado. Mira la lista: la “Nansi enfermera”… qué gracia. Y por fuera, lo que me extraña es que tenga como manchas de grasa o de aceite, y no parecen antiguas, ¿te has fijado? ¿Dónde habrá estado?
Melchor no dijo nada y con el mayor de los disimulos que fue capaz, llevó sus manos a su espalda.
NOTA DEL AUTOR: Este relato es una adaptación (muy) libre de parte del argumento de una de las mejores películas navideñas que además es española: “Un millón en la basura”, dirigida por José María Forqué en 1967. Está protagonizada por José Luis López Vazquez, Julia Caba Alba y Juanjo Menéndez, que junto a una pléyade de actores y actrices de reparto componen un cuento navideño a la vez tierno y social.


