Publicamos los relatos de los finalistas del Certamen del presente curso, como reconocimiento a su valía.

«Consejos de una madre», de Julia Rodríguez Jiménez.

Un 14 de septiembre, en una casa común y corriente, una madre y su hija se encontraban en la habitación de ésta última. La chica estaba a punto de comenzar una nueva etapa de su vida, el instituto, y las inseguridades y dudas le paralizaban y no le dejaban descansar.

– ¿Y si no les caigo bien a mis compañeros, mamá? – le preguntó a su madre mientras ésta le arropaba.

-Estoy segura de que les gustarás a todos- respondió la mujer en un intento de tranquilizarla- eres la persona más amable y graciosa que conozco- finalizó para posteriormente dejarle un cálido beso sobre la frente.

-Tú eres mi madre, eso no cuenta- a estas alturas, pequeñas lagrimas comenzaban a acumularse en los ojos de la niña.

-Te contaré una historia- la mujer se adentró en las suaves sábanas, junto a su hija, buscando una mayor comodidad- cuando yo tenía más o menos tu edad, solía ir a clase junto a dos chicas llamadas Macarena y María, y al principio parecían ser personas completamente diferentes.

Maca brillaba en las escenas sociales, su risa resonaba en los pasillos y su nombre era un eco constante en conversaciones animadas. No titubeaba a la hora de dirigirse a grandes públicos y siempre estaba rodeada de multitud de personas. Parecía no temerle a nada.

Del otro lado del aula, María, en una esquina apartada, solía mirarle con admiración, y tal vez, un poco de recelo. ¿Por qué ella no podía ser así de valiente? Al contrario, cada vez que alguien que no fuera de su círculo de confianza se dirigía a ella, su ropa parecía empezar a apretar, como si hubiese encogido varias tallas de un momento a otro, y dos pulmones ya no le parecían suficiente para poder respirar. ¿Por qué no podía ser como Maca?

Y sí, Maca resaltaba entre la multitud por su seguridad y espontaneidad; sin embargo, tras su fachada audaz, en la privacidad de la noche, se arrepentía de cada acción impulsiva realizada durante el día, y la presión de su pecho le hacía pasar madrugadas en vela. “¿Por qué tendría que haber dicho eso? ¿Pensarán que soy impertinente? Debería haberme quedado en silencio”. Deseaba tener la cautela de María; ella siempre parecía saber lo que tenía que decir. Montones de veces la había visto disfrutar momentos a solas; disfrutaba del silencio, incluso cuando estaba acompañada de sus dos únicos amigos, con los cuales no necesitaba esforzarse continuamente por obtener su aprobación. Su capacidad para conectar profundamente con aquellos pocos elegidos era su fortaleza. ¿Por qué no podía ser como María?

Ambas estaban tan empeñadas en despreciar sus personalidades, que no se dieron cuenta de que eran éstas justamente lo que más anhelaba la otra.

Lo que quiero que entiendas es que nunca podrás agradar a todo el mundo, menos aún si no empiezas a aceptar todo lo que te hace diferente y especial. Pues la verdadera valentía reside en ser fiel a uno mismo.

La chica abrazó a su madre agradeciendo así sus palabras tranquilizadoras, pues por fin lo había entendido. Y aunque no sería un proceso fácil aprender a amarse, estaba dispuesta a intentarlo. 

«La última fiesta» de Guadalupe Cuberos Iza.

Tic, tac. Tic, tac. Tic, tac. El reloj de cuco de la pared parece sacado de la casa de una abuela estereotípica. Estamos todos sentados a la mesa. «… te deseamos, querido Mario, ¡cumpleaños feliz!» He estado cantando casi sin darme cuenta. Mario sopla las velas y el fuego que alumbraba el salón en la semipenumbra se extingue. Las manos colisionan repetidamente y los aplausos llenan el salón entero. Sara se ríe como una loca. Todos los del grupo sabemos que está pilladísima de Mario, quien tiene las mejillas rojísimas de la vergüenza y del calor de la estufa del rincón. La veo coger la espátula para partir el pastel. Es obra mía. Es una tarta muy especial. Vista desde fuera, parece una especie de “Frankestein”. Se compone de exactamente siete trozos de distintos colores, formas y tamaños, agrupados entre ellos. Hay uno en especial para cada uno «Tía, estate quieta, que todavía no podemos probarla.» Luna la coge de la muñeca. «¿Por qué no? ¡Me muero de hambre!» Responde Sara, con ese ceño fruncido que la caracteriza. «¡Porque ahora vienen los regalos! ¡Todo el mundo sabe que los regalos van antes de la tarta! ¡Es una tradición!» «¡Mi estómago no entiende de tradiciones!» «Pues lo siento mucho, pero te vas a esperar.» Sara y
Luna se conocen desde muy, muy pequeñas y son como la noche y el día. Nicolás salta de su asiento, nervioso como un niño pequeño intoxicado con azúcar en una fiesta. «¡Quillo, Mario te he comprado una cosa guapísima! ¡Te va a flipar, te lo juro!» Toda la sala se revoluciona. Nicolás está bastante mal de la cabeza, pero se le coge cariño con el tiempo. Mis amigos corren de un lado para otro. Han escondido sus regalos por el salón, porque Mario tiene la maldita costumbre de querer cotillear todo antes de tiempo.

Yo me estoy quieto en mi sitio. Soy tranquilo. Soy calculador. Soy cuadriculado. No he escondido mi regalo en ningún sitio. Toco la pequeña cajita envuelta que guardo en el bolsillo de mi sudadera, sólo para asegurarme de que no me haya dejado algo tan importante en casa, o de que no se me haya caído en el camino acelerado bajo la lluvia. Sigue ahí, sana y salva. Noto que Mario me echa una mirada desde su sitio mientras los demás están levantados. Sé que se está preguntando muchas cosas. Si le he traído un regalo. Qué es ese regalo. Si me habré acordado a tiempo siquiera de su cumpleaños para buscarle algo. Si sé más de lo que debería.

«¡Venga, venga, el mío primero! ¡Dejad paso, panda de inútiles!» Sara tiene una extraña forma de mostrar cariño. Se abre paso hasta la silla donde está Mario sentado y le entrega el regalo peor envuelto de la historia. Se nota desde lejos lo que es, pero él finge sorprenderse cuando lo abre. «¿Un bate de béisbol nuevo? ¡Qué guapada, Sara! ¿Cómo sabías que me hacía falta uno?» Lo acaricia, sonriente. Sabe perfectamente que a la chica le gusta.

«¿Desde cuándo juegas al béisbol? Eras malísimo cuando lo practicábamos en Educación Física, hace un par de años.» Le pregunto. Tengo razón. Aunque ahora sea una rata de gimnasio, Mario se las arregló para suspender Educación Física con once años. No podría darle a la bola con el bate ni aunque su vida dependiera de ello. Pondría mi mano en el fuego a que le tiembla un poco el labio cuando me mira para responderme. «Empecé hace muy poco. Aún soy malo, pero es divertido. Y como hasta ahora estaba usando los bates de mis compañeros, pues necesitaba uno para no parecer un mendigo…» El grupo se ríe. Yo no. Emito un sonido de afirmación, y dejo que Naiara cambie de tema.

«¡Ahora el mío, que seguro que te gusta mucho!» Luna le da una caja. Es la más apañada de la pandilla. Dentro, hay un flamante coche teledirigido de color rojo brillante. Mario no puede parar de reír cuando lo ve. Pero no consigo adivinar qué es lo que me suena raro en sus carcajadas. «Venga ya, Luna, ¡no soy un niño pequeño!» Le reprocha, sin ir en serio. Pero al momento le pone las pilas y comienza a revolotear por el salón con el mando. Manejar el cochecito se le da tan mal como batear. Golpea absolutamente todos los muebles. Deja marcas en las patas de las sillas. Hace que la mesa se tambalee y un poco de refresco se derrama. En una de ésas, golpea el coche sin querer contra una
mesita que sostenía un jarrón de porcelana chino, pintado a mano, que sus padres trajeron de su luna de miel a Pekín. Los trozos de porcelana se desparraman por la alfombra.

Entre los miles de fragmentos, veo una navaja multiusos. Tiene el mango azul y parece muy nueva. Obviamente, no tenía motivo para aparecer allí. Echo unja leve mirada a mis amigos, que no pueden disimular los ojos de asombro y algo que no puedo descifrar. Naiara nos mira y suelta una risita nerviosa. «Ups… Quizá debería haber elegido un escondite menos frágil para mi regalo.» Lo recoge rápidamente y sin mucho cuidado y creo que se corta, porque veo un destello bermellón en el cian del mango del arma. Se mete la navaja en el bolsillo de la falda. No se la entrega a Mario. Sin embargo, no digo nada al respecto. Noto a Manu y Sara mirándome nerviosos. No giro la cabeza en su dirección.

Nicolás le tira un paquete envuelto a Mario. «¡Si lo coges, te lo quedas!» El cumpleañero lo atrapa por los pelos, y se tiene que tirar al suelo para no desestabilizarse. Lo abre rápidamente. Son unas botas de fútbol de marca, con afiladas tachuelas y los colores a juego con el uniforme del equipo local en el que juega. Nicolás tiene un montón de dinero, y a los demás nunca nos ha quedado claro cómo lo consigue. «¡No puede ser! ¿En serio? ¡Nico, tío, te amo!” Mario se tira en su dirección, pero Nicolás se aparta antes de tiempo y el chico se come el suelo. Frotándose la mandíbula, se incorpora. «Quillo, no seas así… Quería ser agradecido.» Todo el mundo se ríe. Esta tarde, todo el mundo se está riendo mucho más de lo normal, menos yo. No paran de soltar carcajadas por la más mínima cosa, incluso por aquellas bromas malísimas que, en el día a día, Naiara odiaría. Pero ahí está, con la boca abierta y una sonrisa gigante.

Sólo queda Manu, que es tímido como ninguno. Se acerca a Mario con cuidado, lentamente, y le entrega un paquetito. Un paquetito que debe de pesar mucho más de lo que parece, por la forma en que al cumpleañero casi se le cae. «Por Dios, Manuel, ¿qué has metido aquí? ¿Un cadáver?» La broma no tiene efecto. Sólo resulta en un par de risitas falsas que intuyo que serán para no dejarlo en evidencia. Mario carraspea y rompe el envoltorio rápidamente. Son pesas. «¡Anda, mira, muchas gracias! ¡Así podré entrenar nada más me levante!» Sara bufa y pone los ojos en blanco. Mario comienza a levantarlas y bajarlas, levantarlas y bajarlas, levantarlas y bajarlas. Tiene unos pedazo de
brazos. Una vez le rompió la nariz a un chico de nuestra clase sin querer con tan sólo un toquecito. Le he visto cargarse tazas sólo con apretar un poco.

«Venga, ¿ya estamos todos? ¿Podemos comer ya la tarta?» Luna pregunta al aire. «Espera» Le responde Manu. «Aún queda Diego.»

Y entonces, la habitación entera se queda en silencio. Se escuchan el reloj de cuco y el temblor de la estufa. Se escucha el diluvio que cae sobre el tejado y que trata de traspasar las ventanas. Se escucha el gas escapándose de los refrescos abiertos y olvidados sobre la mesa. No oigo una sola respiración. Juraría que están todos conteniendo el aire. El falso ambiente distendido que se había mantenido toda la tarde cae en picado. Se forma un pequeño pasillo involuntario desde mi sitio hasta el de Mario.

Me levanto y camino lentamente, sin prisa, hasta que llego a su lado. Sara se aleja un poco. Con cuidado, meto la mano en mi bolsillo. Toda la casa se tensa. Por el rabillo del ojo, veo hombros demasiado rectos. Manos temblando. Dedos jugueteando con anillos. Con cuidado, saco la cajita y se la ofrezco a Mario. Parece reticente a agarrarla. Lo hace con cuidado. Es como si tuviera los dedos electrificados cuando por fin la coge y la lleva a su regazo para desenvolverla. Quita el papel. Y se mantiene el silencio…

«…¿Judías asquerosas de Harry Potter?» Me pregunta, mirando hacia arriba con cuidado. Desde mi posición sobre su cabeza, asiento ligeramente, sin emitir un solo sonido. Escucho a todos y cada uno de mis amigos soltar el dióxido de carbono amontonado en sus pulmones. Sus huesos crujen cuando se estiran con cuidado, tras estar tensos y quietos como estatuas durante ese largo minuto que he tardado en obsequiarle la cajita a Mario.

«¡Hala, yo he visto eso por TikTok! Mi hermana está obsesionada con el mago feo de las gafas.» Exclama Nico, rompiendo el silencio aplastante. «Oye, ¡Daniel Ratcliff no es feo!» Le reclama Luna, muy fan ella de J.K. Rowling. «Eso lo dirás tú, tía.» «Mírate al espejo primero y luego opinas.» Mientras fingen una de sus habituales peleas estúpidas, los demás se han sentado a la mesa y están abriendo la cajita de caramelos. «Vente, Diego, vamos a probarlas.» Me invita Manu. Le miro a los ojos cuando me llama y veo que no puede esconder la culpa. El arrepentimiento. No ha sido voluntario. A él le han metido en este lío y no ha podido hacer nada. Ahora intenta compensarlo, aunque no sea demasiado tarde. Y creo que sabe lo que veo en sus pupilas, que se da cuenta de que
no vale la pena insistir en cegarme, y baja la mirada al juego de las judías cuando me siento a su lado. Me da un poco de pena.

Hemos pasado ya veinte minutos con el juego y se ha terminado uniendo todo el grupo a la “diversión”. Nos hemos acabado las chucherías. A Sara le ha tocado una de vómito. Naiara se ha topado con una de calcetines sucios. Ha habido de todo: mocos, calzoncillos, duende (sea lo que sea eso), hierba, pasta de dientes. A todo el mundo le huele mal el aliento. Excepto a mí, que sólo me he cogido las que sabía que sabrían bien, pues por no arriesgarme sin necesidad he estudiado previamente los tipos de judías que podían tocarme. Mario alza la voz por encima del barullo.
«¿Sabéis qué me vendría bien para quitarme este mal sabor de la boca?» Pregunta a nadie en particular. «Una novia» responde Sara. «Aprobar Geografía e Historia» sugiere Nico. «Un jarrón de porcelana nuevo» se ríe Luna. El cumpleañero les fulmina con la mirada. «No», afirma. «Me vendría bien… ¡un trozo de tarta!» Todo el mundo se gira a mirarme. Quieren mi permiso para cortar el pastel. ¿Por qué hacen esto ahora? ¿Se arrepienten? ¿Se sienten mal por mí? Asiento y cojo el cuchillo.
«Puedo hacerlo yo, Diego, tío» dice Manu. «No, tengo que hacerlo yo, que sé qué trozo es para cada uno.» Me aferro a la pieza de cubertería de plata.

Solemnemente, parto la tarta. El primer trozo para Mario, por supuesto. Le he hecho el bizcocho de chocolate con nata blanca por dentro, con una guinda en la parte de arriba. El siguiente, para Sara. He teñido su bizcocho de rosa y lo he bañado en chocolate blanco. Este, para Luna. De color morado noche, como su nombre, con estrellitas de azúcar. Este, para Manu. Verde con nata de manzana en el centro. Este, para Nico. Rojo con fruta escarchada. El penúltimo, para Naiara. Azul cielo, con purpurina de la que usan los chefs de alta cocina. Fue ella quien me la regaló en las últimas Navidades.

Y por fin, mi trozo. Limpio muy bien el cuchillo antes de, cuidadosamente, servirme un pedazo de bizcocho de vainilla. Sin nata. Sin decoración. Sin nada que añadir. A veces, en la vida, lo más sencillo resulta siendo lo mejor para ti. Y en este caso, es la única opción que tengo

Los veo empezar a comer. Tan falsamente despreocupados. Naiara, bruta y amable a la vez. Sara, infantil pero peleona. Luna, callada y cuidadosa. Manu, tímido y atento. Nico, loco y divertido. Y Mario. El único amigo de verdad que me acompañó durante toda mi vida. Todos están terminando sus trozos. Y les sabe tan mal la boca del jueguecito ese que de verdad que no notan nada.

Porque sí, pueden intentar matarme. Puede planear una fiesta falsa aprovechándose de que soy malo con las fechas. Pueden planear mi propia muerte en el “cumpleaños” de Mario. Y pueden regalarse armas, también. Pueden querer abrirme la cabeza con un bate, darme una paliza con unas botas llenas de tachuelas, pueden querer cortarme las venas con una navaja multiusos y después partirme el cuello y ahogarme con unas pesas que, con mis brazos poco atléticos, resultarían fatales. Pueden creerse todos muy listos e ingeniosos. Pueden tenerme por distraído.

Pero aquí el listo soy yo.

Llevo con ellos desde los seis años y he crecido con este grupo. No sé en qué momento comenzaron a odiarme, ni a quién se le ocurrió la idea de engañarme para hacerme desaparecer del mapa, ni quién planeó la sádica moción de asesinato. Pero los conozco muy, muy bien. Mejor que cualquier persona en el mundo. Me sé sus gustos en pasteles. Me sé todos sus oscuros secretos. Me sé sus cualidades físicas. Me sé sus tipos de sangre. Me sé todas sus alergias, de memoria.

Y por todo esto y más, también sé exactamente qué tipo de veneno acabaría con cada uno de ellos.

«Cómo le digo» de Jimena Talaverón García.

Aún no se lo había preguntado pero ya sabía su respuesta: no. Sabía que preguntárselo era una pérdida de tiempo, porque me diría que no. Y no es que es fuese una persona malvada , pero lo que le iba a pedir iba a ser demasiado. A ver , no se trataba de dinero, ni de irse de casa (tampoco tenía edad para ello), pero tampoco era algo que pusiera en peligro su vida. Aún así lo iba a intentar, ¿y si ocurre el milagro? Total , no tenía nada que perder pero sí mucho que ganar. Su madre no era un ogro, aunque ella la visualizaba así cuando no le dejaba hacer algo. 

Llegó el lunes, solo quedaban 15 días , y ya había gente que publicaban por sus perfiles cómo se iban a preparar para el gran día. Ellos organizando su sueño y ella viendo a ver cómo lograba echarle valor, para dirigirse a ella, explicarle que ya no es tan pequeña; que es muy madura; que siempre hace lo correcto, que estudia y saca buenas notas. Prometerle que iba a hacer la cama implicaba que encontrara la respuesta que desviara todo su proyecto y encima saliera su madre. Lunes, sigue siendo lunes. Aún no la ha visto porque se va muy pronto al trabajo, pero aún le quedan horas al día. En la merienda será el momento perfecto. Le contara la pedazo nota que ha sacado en el examen y ahí se lo lanzará. Bueno, mejor no, ha llegada cansada y protestando por todo lo que tiene qué hacer. Uff, no es buen plan hoy. 

Martes. Hoy será , trabaja menos horas, ya se acerca el fin de semana (es muy optimista). Espera a que se vean al mediodía , además, la comida va a acompañar porque le encanta el menú. Se lo comerá todo y la madre entre lágrimas de emoción le dirá que claro que sí; que con el plato que se ha comido no le puede negar a nada. Lástima que la comida está horrible, digamos que no ha pasado la verdura como suele hacer, la sal brilla por su ausencia y encima le han caído todos los guisantes. Esta mujer sabe algo. 

Miércoles. Lo descarta desde que escucha a la madre correr como una loca porque se ha quedado dormida. Está soltando no sé qué del despertador, del ruído del vecino esta noche y del dolor de oídos que tiene. No, hoy tampoco es el día. Pero tampoco lo serán los siguientes porque esa mujer que nunca se pone mala resulta que se ha dado de baja por primera vez en sus 15 años en la empresa con la peor otitis que pueda tener un ser humano. Cualquiera va a su cama a pedirle nada…bueno con las fiebres que está teniendo a lo mejor en un delirio dice que sí. 

Queda una semana, y los más afortunados que al parecer son millonarios, no tienen nada que hacer, o quizás hasta vivirán solos, ya están acampados. Y ella aún no se lo ha dicho a su madre. No recuerda haberla visto tantos días mala, ¿lo estará fingiendo? No lo sabe, pero ella se ve venir que no va, y que, aunque vaya, no va a coger sitio. Qué mala suerte tiene y esa mujer que no se pone buena.

Tres días antes. Al parecer la otitis ya no existe, ¡bien! Pero de nada sirve, mientras veías las noticias con su madre ha salido el alcalde muy indignado diciendo que no vaya nadie más, que han acotado la zona y que allí no cabe ni un alfiler. Había pensado que era buen momento para pedírselo pero el alcalde no ha ayudado mucho la verdad, ¡qué oportuno! Mientras observa cómo su madre se toma las miles de medicinas que aún le quedan por tomarse y cómo se queja de que aún le duele algo. Lo dicho , nunca se pone mala y esta vez lo ha hecho a lo grande. Además se ha quedado medio sorda, tienen que quitarle no sé qué . Se lo ha contado gritando a su padre, porque como no se entera de lo que habla. También le ha dicho que encima se la tendrá que llevar a ella porque será toda una tarde en la consulta y tantas horas no la deja sola. Será el día ,el mismo día que ella soñaba con estar tirada en el suelo durante horas esperando a sus ídolos. Lo dicho, hizo bien en no preguntarle , el destino no le iba acompañar. 

Hoy es el día. Piensa que mejor que no se lo dijo, porque el no ya lo tenía y al menos en un futuro esto no contará como un favor que le tenga que devolver. Además no tendrá que hacer la cama sí o sí. Van en taxi porque su madre aún no puede conducir ya que no oye muy bien. Al menos se ahorra escuchar las protestas del taxista porque el trafico está imposible y encima hay una plaza entera cortada por culpa de unos cantantes que han ido a hacer la firma de disco ¡Cómo si no hubiera otros sitios!, grita el hombre. Llegan a la entrada de la clínica, pero ven un cartel que les indica que tienen que entrar de manera excepcional por detrás. Su madre comienza a protestar y ella empieza a estar cansada de tantas quejas. Si supiera que ella quería ser parte de esas molestias que está impidiendo hacer las cosas de manera habitual.  

Cuando entran en recepción les dicen que la consulta va con retraso. Esta mujer va a empezar a gritar como una loca, piensa ella. Pero no. Al llegar a la sala de espera ve cómo a su madre se le ilumina la cara, acaba de ver a su ídolo de la infancia que ahora es juez en un programa de televisión…¡El programa de sus ídolos! Su madre le pide hacerse una foto y entre nervios le cuenta lo que siempre lo ha admirado. Éste un poco cansado de oírla (y de su forma de hablar a gritos) le dice que está esperando a que salgan sus alumnos de la consulta, ya que han aprovechado que tenían un firma de discos para hacerse una revisión ¡No se lo puede creer!  

Salen todos, todos para ellas, ni acampada, ni pedirle permiso a su madre, ni nada. Todos para ella solita. Se ha ahorrado dos semanas de dormir en la calle, de hipotecar su vida para conseguir el permiso que tanto deseaba. Sueño cumplido. Y sí, piensa que hoy era el día.

Departamento de Lengua castellana y Literatura.