Del Capitán S.  al Teniente N.

Querido amigo: Te escribo porque, como creo que sabrás, parto para las Antillas la semana próxima. Antes de dejar el país quería acabar con la extraña situación en la que me encuentro; llevo ya varias semanas que no dejo de pensar en Madame C. En un principio fue una curiosidad, luego un interés, cada vez más apremiante, por saber de ella y ahora una angustia, porque no encuentro ni quiero buscar otra palabra que lo explique. Amigo, debes ayudarme a sacar este fino estoque que me atraviesa el pecho, esta sed sin remedio; no te lo pido, te lo suplico, te lo exijo como par y compañero de sangre. Necesito que me intentes conseguir una cita con ella lo más pronta posible. Sé de tu habilidad, de la cual yo carezco, para hacerlo  posible, y que cese en mí este padecimiento que sufro. Y te preguntarás a qué se debe todo este desvarío; pues no es más que el efecto de la seriedad de Madame C. No, no es la simpatía, ni la alegría lo que me ha llevado a ella, sino todo lo contrario: esa seriedad distante y a la vez cómplice. En sus ojos tristes está mi alegría y, aunque esto parezca locura, es algo que es producto no de la fiebre amorosa, sino de un proceso lógico y meditado por mi parte. Frente a otras mujeres que hemos conocido, Madame C. es diferente. En las reuniones de sociedad en  que coincidimos, y en las que tú también has estado, siempre parecía abstraída, apartada pero a la vez afiliada al común. Y esto fue el principio de mi curiosidad, ya que, como ya sabes, es una mujer hermosa aunque no con los elementos más comunes y vulgares de lo que podríamos considerar como una belleza deslumbrante. Su belleza es realmente un misterio; esta aseveración entró en mi seso con la marca imborrable de una ley imperturbable. La curiosidad tornó en interés durante la fiesta de Madame D., hace un mes, cuando coincidimos ambos con ella en la misma mesa. ¿Lo recuerdas? Reconozco que me sorprendió que no cruzaras palabra con ella, con lo locuaz que sueles ser con una mujer a tu lado, y más aún con una mujer como ella. En cambio, yo mantuve una conversación más animada de lo normal para lo que suele ser corriente en mí, como sabes. Hablamos de temas bastante banales, pero eso me permitió advertir los rasgos de su cara, primero con el interés del dibujante principiante que sigo siendo y luego con la mirada del hombre que ya ha dejado los libros y la Academia. Tras varios encuentros en formalidades de la Corte, la angustia llegó el domingo pasado al cruzarme con ella a la salida de la Iglesia de San Suplicio; nos miramos y no hubo saludo, ni gesto, ni formal ni galante, solo la sorpresa en sus ojos. Pensarás que son cosas de mi imaginación más que enfermiza, “enfermante”, como te gusta decir. Pero no es el caso querido amigo, en esa mirada seria y triste, había la sorpresa de descubrir lo que yo pensaba en aquel momento, me sentí como si ella pudiera ver todo lo que llevaba dentro de mi mente en ese instante. Realmente me cuesta contarte esto, incluso me repugna en lo más profundo de mi mente racional hacerte partícipe de este desvarío.  Por ello, para salvarme de esta irracionalidad que parece que he traído de mis últimos viajes, necesito desechar todos estos pensamientos insalubres que me harán sufrir en mi largo viaje próximo.

Amigo, por favor, cumple este deseo que te impongo y si piensas en la insensatez de mi propuesta tómala como una orden de tu superior, ya que sigues, hasta mi partida, bajo mi mando.

Agradecido de tu amistad, etc…

París, a 5 de marzo de 17….

Del Teniente N. al Capitán S.

Querido amigo ¿o debería, según tu rango, decirte Monsieur Capitán? Me duele que acabaras tu carta con ese apremio por una disciplina militar, la cual nunca has ejercido en nuestra larga amistad. Antes que militares éramos científicos o eso al menos creía que pensabas. Pero a pesar de todo, pesa más la amistad que ese desvarío tuyo del que me cuentas. Como bien dices, tu imaginación es “enfermante”, y ya ha llegado a un nivel propio de esos libritos repugnantemente simples que leen las criadas y que deleitan a la plebe en los cordeles de ciegos. Querido amigo, es verdaderamente sorprendente verte escribir insensateces como la de “el fino estoque que cruza mi pecho “o “la sed sin remedio”. ¿Qué te ha ocurrido? ¿Has leído, de nuevo, La nueva Eloísa de aquel infame traidor a la razón que es Jean Jacques? Además ¿quién es la tal Madame C. de la que hablas? He estado intentando hacer memoria y no recuerdo a tal dama. Ya estás con las amistades peligrosas que creas en tu imaginación. En vez de enamorarte como un imberbe sin lecturas, debieras volcar todo ese ingenio fantástico en escribir una obra de teatro y así rivalizar con el Enfermo imaginario de Molière. De veras que me tienes preocupado, muy preocupado. ¿De dónde has sacado tal sinsentido? Sin duda, debe ser producto de aquellas fiebres que trajiste de las Indias Orientales el invierno pasado. Con esta carta te envío a Monsieur T., mi médico, para que te reconozca y alivie con la fuerza de la razón esos desvaríos que ya superan lo habitual en tu naturaleza fantasiosa.

En cuanto termine mis asuntos aquí, iré lo más rápido posible a verte.

Tu más leal amigo.

Nantes, a 15 de marzo de 17…

Del Teniente B. al Teniente N.

Estimado amigo. Te escribo para comunicarte algo terrible y que debes de conocer. El barco de tu amigo, el Capitán S., se hundió en una tormenta cerca de la isla de la Martinica. El temporal arrastró al navío hacia la costa, donde encalló y acabó hundiéndose. Entre los supervivientes no estaba él. Siento muchísimo darte esta noticia, ya que sé lo unidos que estabais. Sobra decir que se pierde a un grandísimo hombre de ciencias y militar querido por sus hombres. Aunque ya ha pasado más de tres meses de aquello, no quería escribirte hasta que no hubieras concluido totalmente  tu convalecencia;  no  quería atormentarte con esta noticia, asegurándome que los camaradas, amigos y familiares no te lo hubieran dicho antes. Ayer se celebró una misa por su eterno descanso en la Iglesia de San Suplicio. Además de los pocos familiares que le quedaban en París y de los compañeros de armas, había una dama, toda vestida de negro. Al finalizar la misa se dirigió a mí, apenas pude ver su rostro, y me pidió que te hiciera llegar un boleto plegado, sin lacre, que te añado a esta carta. Le pedí si pudiera decirme su nombre y solo me dijo: “Una amistad peligrosa de Monsieur Capitán S.” Y se fue sin decir nada más.

A tu disposición en lo que necesites, etc….

París, a 6 de agosto de 17….

Boleto anejo a la carta.

“Ya mi alta fantasía fue impotente;

mas cual rueda que gira por sus huellas,

el mío y su querer movió igualmente,

el amor que al sol mueve y las estrellas.”

Pablo Romero Gabella

Profesor de Geografía e Historia

IES Cristóbal de Monroy.