Actividad del Departamento de Lengua y Literatura conmemorativa de la efeméride del Día del Libro.

Aquí puedes leer los relatos premiados y el discurso leído en la ceremonia de entrega de Premios.

MODALIDAD A.

Primer premio: Manuel Sánchez Carmona, 2º ESO-G. Relato: Veneno, seudónimo Veneko.

Hace tiempo, cuando escuchaba en las noticias que un chico había matado  a sus padres no podía entender que alguien pudiera hacer algo así. Miraba a mi madre y a mi padre y no me imaginaba algo más horrible.  Me lo sigue pareciendo, eso no ha cambiado, pero ya puedo entender algo más. El motivo que puede llegar a tener una persona para olvidar a quien se supone que más quieres y te quiere.

Tengo un amigo que desde hace tiempo solo quiere estar conmigo en mi casa, pero, cuando se tiene que ir a la suya, no quiere. Cosa que no entendía, porque a mí me encanta estar en la mía. Puedo estar un rato con alguien, pero siempre me gusta más estar en mi casa.

Un día en confianza me contó lo que le estaba pasando y por qué no estaba feliz en la suya. Cuando era pequeño su padre se fue y no volvió nunca más ni a verlo ni llamarlo ni quiso saber nunca más de él. Su madre siempre trabajando y cada vez que tenía un novio nuevo lo ignoraba y, cuando le contaba que no lo trataban bien cuando ella no estaba, para colmo, lo culpaba de no portarse bien. 

Uno de ellos le pegaba, pero lo tenía amenazado de que si lo contaba le iba a hacer más daño y no lo contó hasta que su madre se separó de él. Esta siempre castigado, sin Play, sin móvil, sin juegos y para rematar siempre tiene que hacer de niñero de su hermano pequeño. Lo único que le importaba a su madre eran las notas, no si se portaba bien y que le ayudara en todo.

Así que me contó un plan que tenía: “matar a su madre y a su novio nuevo”.

Yo le dije que cómo iba a hacer eso, que matar a alguien es lo más grave que puede hacer una persona, que la vida es lo más importante de este mundo y que se iba a arrepentir, pero me dijo que iba a ser una muerte diferente, sería una buena muerte. 

Me dijo que solo me lo contaría cuando acabara, para que yo no fuera cómplice.

Empezó su plan cuando empezaron las vacaciones de verano. Por las mañanas les ponía en el desayuno unas gotas de frustración, que era lo que él sentía, cuando veía que nada de lo que hacía bien servía para que estuviesen contentos. 

En el almuerzo les ponía unas gotas de castigo, que era lo que él tenía cada vez que traía malas notas o se peleaba con su hermano cuando lo provocaba, porque el peque era muy chinchoso. 

En la merienda les ponía unas gotas de olvido, que era como se sentía cuando hacían algo sin contar con él o si le gustaba el plan o no le gustaba, no importaba, él no contaba. 

Y en la cena les ponía unas gotas de pena, que era lo que sentía todo el 

día. Pena de no tener un padre que le quisiera, pena de que su madre no lo comprendiera, pena de no ser feliz como otros niños, pena de tener solo riñas y castigos, pena cada vez que le daban un guantazo si mentía por temor, una pena muy grande todo el día.

Y así poco a poco los fue matando. Los mataba en su alma, lentamente, hasta el día que se murieron para él, aunque físicamente seguían vivos, tan egoístas como siempre, sin pensar en lo que él podía sentir. 

Y el día que me lo contó yo realmente no lo entendía, hasta que me lo explicó claramente. 

Cuanto más se morían ellos dentro de su alma, más fuerte se hacía mentalmente. Se propuso estudiar algo que le gustara y con lo que pudiera trabajar pronto, para poder mantenerse y vivir él solo, sin que nadie le amargara la vida y me pareció un buen plan. Le dije que en lo que le pudiera ayudar que contara conmigo, aunque todas las asignaturas no se me dan bien, podíamos estudiar juntos.

Todas las noches me acuerdo antes de dormirme, pienso en la suerte que tenemos las personas que no vivimos castigadas, que a mí me castigan a veces, pero mi madre tiene tan mala memoria que al rato se le ha olvidado.

Lo que no me podía imaginar es que existía esa clase de veneno, el veneno que mata, pero no mata.

Bueno, por lo menos me alegro de no tener que ir a verlo a la cárcel.

                                                                                                                                         

Segundo premio: Ana Belén Romero Claros, 2º ESO, IES. Albero. Relato: Desconocidos, seudónimo Galaxia Andrómeda.

Recuerdos… Marc no hacía nada más que pensar en esa simple palabra. Se dedicaba a andar sin destino alguno, vagabundeando por las oscuras y vacías calles de su ciudad. Cada esquina significaba algo, cada tienda, cada farola, cada portal, cada ventana. Algo que le hacía recordar aquellos días en los que una vez todo en él era vida, era alegría. Ahora todo el color que poseía se había esfumado. ¿Dónde quedó todo lo que una vez fue? Todo lo que ahora son simplemente eso, recuerdos. Entonces, recordó. Recordó aquellos días en los que pudo volar, volar con ella, pero… Despertó, volvió de golpe a la realidad y abrió los ojos anhelando su sonrisa por las mañanas, sus ojos verde esmeralda, su cabellera ondulada, su sonrisa perfecta,… 

La habitación estaba vacía, sin nadie; estaba solo. Por la ventana apenas entraba luz y el despertador murió hace ya varias semanas. La ropa estaba en el suelo y los pañuelos ocupaban gran parte de su mesilla de noche. Estaba a punto de levantarse cuando otra ola de recuerdos volvió a su mente. Quizás era todo una marea, quizás no podría volver a salir de ella, se estaba ahogando entre recuerdos, la realidad dolía. Le dolía. Tal vez no vuelva a ver la luz; quizá tampoco quiera. Él lo sabe, sabe que no está preparado para la verdad, sabe que vivir en los recuerdos siempre es más fácil. Ya estaba empezando a acostumbrarme a vivir allí, en el pasado. Se resguardaba en ese preciso lugar cada vez que la verdad amenazaba. No podía arriesgarse a salir en la tormenta y en los recuerdos estaba seguro, o al menos se sentía seguro. 

Sonó el teléfono. Sonaba y sonaba sin parar. No había nadie más para responder y Marc no estaba muy por la labor de hacerlo, pero sin saber muy bien cómo, una fuerza de voluntad llegó. Sus pies caminaron hacia el aparato y lo descolgó. Se escuchaba una voz aguda a través del teléfono. Otra vez Stella, una amiga suya. No hacía nada más que llamarle para comprobar si estaba bien, pero cómo podía estar bien si vivía en los recuerdos. Ya habían pasado meses desde que lo abandonó. Se supone que tendría que haberse recuperado, tendría que haber recobrado aunque sea un pequeño porcentaje de felicidad. Pero eso implicaba aceptar el pasado y él no quería aceptar que se fue. Entender que cuando más la quería se marchó, que cuando más la necesitaba lo abandonó. 

Entender que quizás algún día la vuelva a ver y será esa extraña que camina en la otra acera. Y quizás Leah mire. Y quizás Marc mire. Pero, serán eso, desconocidos que tuvieron límite de tiempo y que ahora caminan hacía otra calle, hacía otra vida. Serán solo eso dos personas caminando. 

Tal vez ya esté todo escrito, tal vez sus vidas ya tengan un destino. Destinos separados. Cada uno por su lado. Ahí entonces entenderá. Entenderá que su destino juntos ya había acabado, que no sé podía hacer otra cosa. Que Marc se ahogó en un vaso de agua intentando recuperar una vida que ya estaba perdida. Que mientras más cerca se veía, más lejos estaba. Que al final el destino estaba escrito y era ser desconocidos. 

MODALIDAD B.

Primer premio: Aitor Sillero Coca  3ºESO-F. Relato: Entre misiles.

VIVIR EN EL CAOS

El cielo plomizo se cierne sobre el dolor que atraviesa las calles de Donetsk. Vuelve a resonar el clamor de la guerra, seguido de un bombardeo dejando arder todo a su paso, tras su soledad y muerte. Después, un silencio ensordecedor, miradas y recuerdos, amores cobardes, infancias de ignorancias. Recuerdos que se vuelven la sombra de su olvido. 

Edificios ardientes claudican entre un fuego impuro como el humo de las llamas de guerrilla. Los árboles cenizos se aferran a sus raíces como el papel de un combatiente en el frente. Calles hechas temor, miedos ocultos entre bombas que no cesan. La destrucción de un pasado devastado es perceptible, entre la penumbra de la guerra. El frío de marzo quiebra las gargantas rotas, llantos que buscan paz. La guerra está durando más de lo esperado, los bombardeo a Kiev comenzaron hace un mes, desde el anuncio aquel veinticuatro de febrero de la invasión rusa al pueblo ucraniano, aquella mañana cambió sus vidas convirtiéndolos en prisioneros de la guerra. 

Los largos pasos del pequeño le hacen tropezar. Todo alrededor está en llamas, su casa acaba de ser bombardeada. Sus juguetes han quedado reducidos a cenizas y sólo ha podido coger su peluche, el elefante que le regaló su padre antes de alistarse en el ejército como soldado. Entumecido avanza con dificultad, el humo tiñe su visión, impidiendo abrir sus ojos garzos. El pequeño ennegrecido de barro y lágrimas cubren su rostro cándido. Ella empuja de él, envuelve su mano con la suya. Viste el fuego las ruinas de hiel, el terror se encoge en el vientre. La calle donde vivía, el parque donde solía jugar o la casa de su mejor amigo, forman el decorado de una ciudad cruda, sepultando tantas vidas devastadas. 

Los aviones hacen álgido el aire, dando lugar al hedor de combate, de supervivencia. La sirena de guerra vuelve a zumbar, haciendo silenciar las calles, ocultando sus vidas entre la penumbra, anhelando volver a abrir los ojos y ver terminar el tormento de la guerra. El sonido de las aspas sobrevuela el pavor de la ciudad. Unos segundos para contemplar la luz que provoca el caos de nuevo, envolviendo los edificios en llamas. Fantasmas de humo atrapados por el bombardeo gritan el auxilio, aguardando la soledad en su ser. El pequeño todavía siente el latido de su corazón, al abrir los ojos se da cuenta que está al resguardo de los brazos de su madre, puede escuchar el respirar de ella. Delante de ellos se representa la agonía de la muerte, una ciudad teñida de los horrores de la propia guerra. 

LLANTO Y VIDA 

Saca la cámara de la mochila y la apoya en los escombros que habían quedado calcinados por las llamas de los bombardeos. Ajusta el chaleco antibalas a su pecho, todo preparado para la retransmisión en directo, dar voz a una batalla que desde su comienzo no ha holgado. El barrio fue atacado ayer, siguen las ruinas humeantes, vidas atrapadas entre los muros derruidos. Todavía se puede escuchar las voces gritando auxilio, almas que se van. El sonido aún retumba, encerrado en el pesar de la contienda. La noticia ya ha dado la vuelta al mundo, eco de ella. Es difícil la conexión, la mayoría de las centrales de comunicación han sido bombardeadas en los últimos meses. 

    – Los ataques rusos en los últimos días han aumentado en Donetsk con respecto a la semana anterior –anuncia el presentador–. El último de los cuales tuvo lugar en una zona residencial, donde más de veintidós personas resultaron heridas y cinco fallecieron. Conectamos en directo desde Ucrania con la reportera Jana Galán –Dándole paso. 

   – Muy buenas, compañero. El pánico comenzó ayer a las seis y media de la tarde cuando las tropas rusas comenzaron a bombardear la zona. Entonces, el caos de la guerra se desató. Los misiles destruyeron todo a su paso, dejaron la zona devastada. Se prevé que en las próximas horas ataquen de nuevo la ciudad. –Al hablar de ello se le hace un nudo en la garganta, su pulso se le acelera y le hace temblar al recordar lo vivido–. Los vecinos de la zona ahora se encuentran repartidos por los diversos campos de refugiados, a la espera de nuevas noticias de las autoridades. Seguiremos informando desde la guerra. 

A solo unos metros está el coche, al entrar siente su calor, la protección de muchos bombardeos, del hogar que añora, la calidez de una familia que ha dejado atrás. Intenta salir lo más rápido de aquel barrizal. El impacto de la guerra es visible en las carreteras, sus grietas son la declaración de las cicatrices que deja. Camiones militares pasan a gran velocidad, tiñendo del color de resistencia, los baches hacen que la barahúnda de las ruedas rompa con las rocas. Ucrania es el desorden de un lugar devastado. La liorna de esta guerra puede llegar a ser caótica, incluso terrible, cayendo en el caos mismo. El miedo es el presente, la cadena de un país que arrastra la guerra. Los misiles están atrapados entre la agonía del vulgo, del pavor de su capital. Miles de artículos publicados en todo el mundo, pero pocos se atreven a conocerla, entrar en la batalla del caos, ver personas morir a diario, niños que visitan la tumba de sus padres, escuchar el clamor de ella antes de dormir, despertar para no saber a dónde ir. Mientras, otros luchan en el frente, dejando sus vidas encerradas en la añoranza de un pasado devastado. La esperanza ya solo es la resistencia de anhelos, del revivo del vivir. 

Al poner la radio, el locutor informa del colapso de sus carreteras. <<La última noticia del gobierno ucraniano informa de la obstrucción producida por doquier en sus carreteras, por los bombardeos de la noche anterior. Mientras que el ejército ruso sigue combatiendo en otros puntos de la ciudad>> 

La imagen desolada del pequeño, capta la atención de la reportera. De un golpe seco detiene su coche para bajarse y ver lo que está sucediendo. Puede ver la agonía de una mujer embarazada, sus gritos ahogados contrasta con la crudeza del lugar. El llanto de un dolor maternal nace entre sus piernas. Piensa en pedir ayuda, pero ya es demasiado tarde, sólo encontrarían un cuerpo gélido por el clamor desesperado de un embarazo. No hay tiempo, es urgente – piensa –. Los latidos de Jana cada vez son más constantes, mientras aúlla temblorosa por el pánico. Los árboles áridos mueven el viento que arrecia contra las ramas. Se sube sus mangas a la altura de los codos para atender al alumbramiento. La coge en peso con una fuerza inusitada producto de la desesperación, para llevarla al coche y tumbarla en la parte trasera. La angustia proviene de su vientre, emana un hilo de sangre que proviene de su útero. El sonido de las bombas estallando al fondo, como las predicciones indicaron. 

-Debemos salir de este lugar, no es seguro para que nazca un bebé –Dice Jana con un grito desesperado. 

Pero ya no hay marcha atrás, un alma quiere nacer, la belleza de la vida en su estado vulnerable: un bebé recién nacido traído al mundo. El dolor y la esperanza se entremezclan al unísono, presente de la cautividad de la guerra, de misiles que se estrellan o de sirenas de ataques. Su cuerpo desnudo se enfrenta a un mundo demasiado peligroso. La reportera se quita su abrigo para protegerlo del frío, entre sus manos ve un milagro.

LA CONFESIÓN DE LO VIVIDO 

Termino esta historia en el refugio de un hogar, en el calor de una familia que tanto he anhelado estos meses. A salvo de sirenas de guerra, libre de bombas que no cesan y de un país lleno de cadenas y disparos. 

Tras tres meses de retransmisión desde Donetsk, y vivir los horrores propios de la guerra, la profundidad del dolor y la necesidad abrumadora, me doy cuenta de que fui testigo de un milagro en medio de la zona de batalla, el nacimiento de una criatura. Es una de las cosas más extraordinarias y esperanzadoras, incluso en medio de la guerra, cuando la vida puede parecer sombría, el mero hecho de que una nueva vida entre en este mundo trae un innegable olor a esperanza, un hermoso momento en medio de la desgracia. Por ello aprendí que incluso en el caos, siempre hay brío. El coraje para enfrentarte al peligro. 

No quiero olvidarme de la ilusión de una niña que soñaba despierta con ser reportera de guerra. En cada viaje me reafirmo en la necesidad de dar voz a un país que nadie ve, a un pueblo que nadie escucha, por ello esta guerra, entre otras muchas, me ha enseñado que nadie nos prepara para la despedida, como tampoco les prepararon para entregar sus vidas, sus hogares y sus familias de la noche a la mañana, para vivir en los andenes del metro y esconderse, salvar sus vidas y ver a otras morir en la guerra. 

Retengo esta historia entre estas páginas porque de otro modo se perdería, para que esta guerra no caiga en el mayor de los olvidos. Seguiré trabajando para documentar historias humanas de las personas atrapadas por la guerra. 

Seguirá informando: Jana Galán, reportera de guerra.

Segundo premio: Luis Alberto Novella Motilla, 4º ESO-E. Relato: W, seudónimo Jacques.

Sonó el despertador a las 7:00. Con un humor de perros, Jacques se levantó y  cogió su ropa para cambiarse. Había tenido un sueño muy raro que no conseguía  recordar bien. Apresurado, fue al cuarto de baño y se miró al espejo. Jacques era alto,  con el pelo castaño oscuro y rizado. Tenía la nariz aguileña y la boca grande, que  contrastaban con sus pequeños ojos azules. Al mirarse la barbilla, apreció una mancha  en forma de “W” oscura. Extrañado, se la intentó quitar con la manga del pijama,  mientras que en la otra mano tenía su ropa. Como no salía, se echó agua y jabón; no  podía tener una mancha rara el primer día. No pasaba nada, la mancha no se iba.  Resignado, se cambió de ropa y bajó para desayunar. En el salón, su madre estaba  dormida sobre un cúmulo de mapas y libros, entre ellos uno pequeño, forrado en  cuero negro y con una gran W roja en el centro. Su madre era una arqueóloga experta,  y habían venido a España para la investigación de uno de sus descubrimientos más  recientes: unos grabados en piedra en un idioma desconocido. Extrañado por esa  casualidad, Jacques agarró el libro silenciosamente para no despertar a su madre y se  fue a desayunar. No parecía contener nada interesante, salvo un extraño diccionario que tenía una traducción al inglés y unos dibujos de grandes piedras como las de  Stonehenge, también con grabados. A Jacques todo esto le pareció rarísimo, por lo que  le preguntaría a su madre cuando volviese del instituto. Pero el libro se lo llevaría.  Tenía que seguir investigando por qué le salió esa marca en la barbilla. Hizo la mochila  y salió corriendo para el instituto, agradeciendo que la casa de alquiler estuviera cerca.  

Al doblar la esquina de su casa, se topó con el instituto de frente. Era un gran lugar  hecho con ladrillos rojos; las ventanas tenían rejas oscuras que se confundían con el  óxido y contrastaba con los excrementos de los pájaros; las puertas, acristaladas,  estaban repletas de carteles amarillentos y pósteres hechos por los alumnos, varios  años atrás. Atravesó Jacques las puertas, cuando divisó un grupo de alumnas de unos  16 años hablando cerca suya. Una de ellas se giró, mirándolo a los ojos. Se volvió  rápidamente, y susurrando, le contó a las demás del chico al que acababa de ver, y  ellas, con más o menos discreción, se giraban a verlo y a sonreír. Jacques no se  consideraba guapo, aunque le daba igual porque nunca le habían atraído las chicas. Pasando de ellas, se acercó a un profesor y le preguntó por su clase, la cual no tenía ni  idea de cual era. Después de un rato buscando su aula, la encontró. Llegaba tarde, y  tuvo que interrumpir la clase.  

– ¿Se puede? – preguntó él, después de llamar a la puerta y asomar la cabeza a la  ruidosa aula. De pronto, la clase enmudeció. Una mujer mayor, con aires de distraída y  el pelo muy corto y canoso, se acercó a él: 

– Tú debes ser Jack, ¿cierto? – preguntó amablemente la mujer, poniéndole la mano en  el hombro. 

– En realidad, me llamo Jacques… – rectificó él. 

– Pues eso, Jack. Te presento a tu clase, el curso de primero de bachillerato D.  

Jacques se volvió hacia la clase. Había unos 25 alumnos, pero el reducido tamaño del  aula hacía que estuvieran apretados como sardinas en lata. Con una ojeada rápida a  los asientos de chicos y chicas murmurantes, vio un sitio libre; estaba en la última fila, al lado de un chaval con cara de dormido, gafas de montura carey (muy horteras para  Jacques) y un libro de geografía destrozado en las manos. Después de pedir permiso  para entrar, se sentó allí. El chico de al lado lo miró como el que mira a un unicornio  entrando a clase, y después de unos segundos contemplándolo, se volvió a centrar en  pasar las páginas de su libro de geografía lentamente. Después de una incómoda  presentación de Jacques a la clase, este sacó sus materiales y se dispuso a seguir la  clase normal, pero el chico de al lado lo interrumpió: 

– Tú no eres español, ¿verdad? – le dijo, sin despegar la vista de una foto de los ríos de  España en su libro. 

– No, soy alemán. 

– ¿Alemán? Como Hit… Quiero decir, qué pasada. ¿Pero cómo sabes hablar español? 

– Estuve en Argentina dos años de pequeño – dijo Jacques, ignorando el hecho de que  Hitler era austriaco y no alemán.  

– Qué guay, ojalá ir a Argentina. 

La clase continuó sin más preguntas del chico que le gustaba el libro de geografía, pero  que sin embargo ignoraba la historia.  

*** 

Unas horas después, sonó la alarma que indicaba el inicio del recreo. Jacques guardó  todo en su mochila, pero se sorprendió al ver que todos cogían sus mochilas. Preguntó  entonces al chico del libro, que ya lo había soltado: 

– ¿Por qué cogéis las mochilas? 

– No lo sé, sólo es que la gente la coge. – dijo, mientras se encogía de hombros. – Por  cierto, antes no te lo he dicho, pero me llamo Guillermo. 

– Ah, pues encantado Guillermo. – comentó Jacques, sin saber qué decir, dado que ya  se había presentado antes en público.  

Al bajar, finalmente con su mochila, estuvo observando a unos compañeros que  estaban cerca suya. Estaban teniendo una acalorada discusión sobre algo llamado  “guivernos” 

– Ya te digo yo que los guivernos son una subespecie – decía uno de ellos. Era pelirrojo,  con una sudadera oscura de un grupo desconocido para Jacques, y mucho más bajo  que él. Estaba en su misma clase, pero no tenía ni idea de cómo se llamaba.  

– Qué dices, pero si está clarísimo que los guivernos son una especie totalmente  distinta, ¿no ves que tienen sólo cuatro extremidades? – argumentaba un chico algo  más alto, con gafas y un cuaderno en la mano, enseñándole un dibujo que Jacques no  alcanzaba a ver. 

Bajó las escaleras, y manteniéndose a una distancia considerable de ese grupo de  “raritos”, se sentó en un banco, bajo un pequeño árbol, a comer un bocadillo de pavo  que cogió de la cocina la noche anterior. Uno de los chicos del grupo, con el pelo rizado 

y un colgante de un colmillo negro, les susurró algo a los demás, y se quedaron  mirando a Jacques. Fingiendo que no se había dado cuenta, Jacques sacó su libro y se  puso a ojearlo, con la intención de descubrir, al fin, qué era eso de su barbilla. Fue  entonces cuando vio al chico del colgante acercarse a él. Se paró justo delante, a  medio metro, con todo su grupo de amigos expectantes. Cuando se dio cuenta de que  no podía hacerse más tiempo el loco, miró arriba y le dijo: 

– Hola. 

– Hola, ¿qué lees? – preguntó el chaval, con una voz cavernosa que no le pegaba nada. – Nada, ¿por? – Dijo Jacques, cerrando el libro en seco. 

– ¿Perteneces a una secta? – preguntó el chico, preocupado.  

– Qué va. Es un libro de… arqueología. 

– ¿Entonces por qué te has tatuado una W en la barbilla? Eso lo hacen los tíos que  están en cultos. 

– No me la he tatuado, hoy me he despertado con ella puesta, y estoy intentando  averiguar por qué. – dijo él, algo molesto por esa acusación de participar en un culto. 

– Ah, vale. Entonces, puede que te interese la roca de la uve, la de detrás del instituto. – ¿La roca de la uve? – Preguntó sorprendido Jacques. 

– Sí, es una gran roca pintada con una W arriba del todo. Es exactamente igual a la que  aparece en tu portada. 

Pensó Jacques que probablemente esa roca fuera la que trajera a su madre a España. – Guay, gracias. ¿Y sabes desde cuándo está ahí? 

– Recuerdo que el verano pasado, hicieron una obra allí, pero pararon porque  encontraron esa roca y ahora no han vuelto para quitarla. – Recordó el chico, que cada  vez le caía mejor a Jacques. 

– Muchas gracias, ¿cómo te llamas? 

– Soy Javier, y bienvenido – dijo este dramáticamente, tendiéndole la mano – al  instituto Fernando de Magallanes. Si quieres puedes venir con mis amigos y yo, te los  presentaré. 

– Gracias – respondió Jacques, dándosela y levantándose acto seguido – claro, me  gustaría conocerlos. ¿Están todos en nuestra clase? 

– Sí, menos uno, que está en la B. Somos 4; la que tiene cara de que no ha dormido en  toda la noche es Carmen. Y si no ha dormido en toda la noche es porque se la pasa  jugando videojuegos. Ahí está Daniel (era el chico pelirrojo) y cree que los guivernos  son una especie de dragón. Él es Antonio, le gusta mucho dibujar. 

Después de saludar a todos, Jacques preguntó: 

– ¿Qué es un guiverno? 

Entonces, Daniel comenzó a hablar, pero Antonio lo interrumpió. Luego, Carmen se  puso de lado de Daniel, Javier del de Antonio y discutieron todo el recreo. Jacques  nunca supo qué era un guiverno. 

*** 

Había tocado el timbre de última hora. Jacques, muerto de curiosidad, le pidió a Javier  que le llevara a la roca de la uve. 

– Oye, ¿puedes llevarme al sitio ese que me dijiste en el recreo? Me gustaría verla.  – Claro, voy a avisar a Antonio, que tiene un mapa. 

– ¿Un mapa? – preguntó Jacques, muy extrañado de que necesitaran un mapa para  llegar. 

– Ahora verás – comentó Javier, con una sonrisa que asustaba a Jacques. 

Una vez informado Antonio y Daniel, ellos y Jacques se dirigieron a una puerta trasera  del instituto, situada en una parte que Jacques no había visto nunca. Los árboles eran  pequeños pero frondosos, y el suelo estaba lleno de papeles de aluminio y cartones.  Era como si ese sitio no fuera conocido por los maestros, ni por los conserjes. Allí,  Carmen estaba sentada al pie del árbol más cercano a la cancela, la cual estaba cerrada  con un enorme candado y unos carteles de prohibido el paso, con unas agujas  afiladas encima para que nadie pudiese saltarla. Estaba leyendo. Cuando los miró,  cerró el libro y se levantó.  

– Menos mal, ya estáis – dijo Carmen, algo malhumorada por la tardanza – Carmen es la que tiene las llaves de esta puerta – explicó Javier. 

– Bueno, más o menos – dijo Carmen sacando una horquilla, una aguja y una pequeña  piedra – voy a forzar el candado.  

Después de unos minutos frente al candado, un “clic” sonó y la cancela se abrió para  ellos. 

La cancela se abrió y Jacques contempló el lugar: unos arbustos altos y los árboles  tapaban la mayoría de la luz del sol. Lo poco que conseguía ser iluminado por los rayos  de luz era un camino de albero pequeño, lleno de botellas, cigarros y demás suciedad.  El camino se dividía en dos. Antonio sacó el mapa y dijo:  

– Como probablemente los tipos esos que siempre beben aquí no estén tan temprano,  podemos coger el camino corto. Vamos por la derecha.  

Tomaron el camino de la derecha, agachándose para no arañarse la cara con las ramas  ni enredarse con las telas de araña. 

– Pero no lo entiendo – dijo Jacques – dijiste que este sitio estaba en obras. ¿cómo  entraron por aquí las máquinas y todo? 

Javier señaló una esquina al final de uno de los caminos. Había unos árboles tumbados  por los que se iluminaba el camino.

– Entraban por ahí, pero el suelo era débil y una máquina hizo un boquete muy grande. 

Debajo de los árboles había un enorme agujero, del cual todavía salían unas cuantas  cintas de NO PASAR- ¡PROHIBIDO EL PASO! 

Llegaron a un camino sin salida. Al final de este había un banco de piedra manchado  con distintas bebidas, y a saber qué más.  

– ¿Ahora qué, Antonio? – preguntó Jacques – esto no tiene salida. 

– Mira detrás del arbusto – dijo Antonio, concentrado en añadir ese banco a su mapa. 

Jacques obedeció. Acercó el brazo para apartar las hojas, y cuando asomó por el otro  lado, lo que vió le dejó sorprendido. Un amplio llano estaba hecho artificialmente por  las máquinas de la obra. Los árboles se amontonaban en una esquina, quitados de en  medio para poder pasar. El lugar estaba rodeado de arbustos puntiagudos y de vallas  amarillas, y en el centro un agujero del que asomaba un monolito de basalto negro,  

con una W en la punta y un montón de pequeños símbolos por toda su superficie.  Atravesó Jacques el arbusto, seguido de Javier, Carmen y los demás. Al acercarse,  sintió un escalofrío recorrer su cuerpo. Los demás también, porque Marco dijo:  

– ¿Qué frío hace aquí no? 

– Sí – Se quejó Daniel con él. 

– Bueno, ya lo ha visto – dijo Carmen – ahora vámonos a… 

– Espera – le interrumpió Jacques – Estos símbolos son palabras. Las he visto en el libro  de mi madre. 

Jacques abrió el libro y comenzó a pasar la mano por la roca, que estaba grabada pero  bastante pulida. Encontró la página que buscaba: el diccionario de ese idioma al inglés.  Comenzó a buscar símbolos parecidos, y Jacques dijo: 

– ƣῲⱷч`ȋȢῂ Ʌȥلأọ Ŵῤƶᶔⱷƶ 

– Se ha vuelto loco – dijo Marco, asustado. 

– No, estoy traduciendo lo que dice aquí – dijo Jacques, hablando normal. – ¿Pero ese qué idioma es? – preguntó extrañado Daniel. 

– No lo sé, pero tiene una traducción con sentido: “Ahora, puedes volver atrás” – observó Javier, después de mirar atentamente el libro. 

Después de unos minutos, Jacques cerró el libro y dijo:  

– Necesito una pala ahora mismo. 

Rápidamente, comenzó a buscar algo con lo que escarbar, y lo encontró. Una pala rota  que se habían dejado ahí los obreros. Después de un rato cavando, ante la sorpresa de  todos sus amigos, exclamó:

– ¡Mirad esto! Hay algo debajo de la roca que aún no habían descubierto.  

Era una tablilla de piedra. Jacques la levantó con ambas manos, y de debajo salieron  todos los bichos que vuestra mente pueda imaginar. Los chicos retrocedieron con asco. 

– Esta tablilla tiene números… son fechas – dijo Jacques después de un rato  admirándola. – seguro que puede ponerse en la roca. 

Después de buscar por la superficie del monolito, observó una hendidura del tamaño  de la tablilla en la parte de atrás. Emocionado, la incrustó y se dio cuenta de que los  símbolos encajaban perfectamente con las fechas. Había un símbolo especialmente  grande: Señalaba al medio de la tablilla. Debajo del símbolo se podía apreciar una línea  horizontal, como si pudiera girarse la punta del monolito para seleccionar una fecha.  Torpemente, Jacques agarró la punta de la piedra y la intentó girar. Al principio, no  funcionó. Esta vez le pidió a Javier que tirara con él, hacia la derecha, y luego hacia la  izquierda, y la punta de la roca comenzó a desplazarse lentamente. Los demás vinieron  a ayudar, y consiguieron mover la flecha unos centímetros, hasta la fecha 1896, ANY.  Al principio, nada ocurrió. Se separaron de la piedra, un tanto decepcionados, y  comenzaron a recoger sus cosas. Pero entonces, la piedra empezó a brillar. Los chicos  se giraron, y vieron cómo el monolito empezaba a salir de la tierra. Después de unos  instantes, el brillo se hizo tan cegador que los chicos giraron la cabeza, para no mirar.  Un segundo después, todo quedó tan tranquilo como antes, y no había ni rastro de los  chicos. 

Jacques se levantó lentamente del suelo, aunque no recordaba haberse caído. Abrió  los ojos, esperando encontrarse con la piedra delante. Sin embargo, se dio cuenta de  que no estaba en el pequeño llano del bosque, si no en una playa de arena blanca.  Extrañado, se dio la vuelta y encontró a sus compañeros, que también estaban en el  suelo. Después de levantarse, Javier recogió algo de arena del suelo: 

– ¿Qué hacemos aquí? – preguntó extrañado. 

– No tengo ni idea – dijo Daniel, visiblemente asustado – pero por favor volvamos ya,  esto me está asustando. 

– ¿Y dónde está la piedra? – sollozó Antonio, buscándola por toda la playa, que estaba  desierta.  

– Estamos en una maldita isla, o lo que quiera que sea esto – dijo Carmen nerviosa – ¿y  te preocupas por la piedra? 

– No tengo ni idea de dónde estamos – dijo Jacques con el libro en la mano, abriéndolo  y leyendo páginas salteadas muy deprisa – pero tenemos que volver, y avisar a todos  de que aquí hay una piedra que lleva a la gente a la playa. 

– Chicos, parad, ¿no os dais cuenta de que hemos viajado en el tiempo? – dijo Javier,  volviéndose hacia el grupo – si lo que ponía ahí eran fechas, hemos viajado al año  1896, y no podemos llamar a nadie – dijo, mirando a Daniel, que estaba sacando el  teléfono y buscando cobertura.

– Pero, ¿qué vamos a hacer entonces? – chilló Carmen, ya presa del pánico. – Primero, buscar de nuevo la piedra, y luego volver a casa – dijo Javier. – Y avisar a la gente del peligro de esa piedra – añadió Daniel. 

Entonces, el grupo empezó a caminar hacia el interior, donde una inmensa selva se  cernía sobre ellos. Después de un rato buscando, Javier exclamó: 

– ¡Mirad eso! Está brillando. 

A lo lejos entre los árboles, algo reflejaba la luz del sol. Parecía grande y de metal, por  lo que llamaba mucho la atención entre todos aquellos árboles. Se acercaron corriendo  a él, hasta que estuvieron a unos pocos metros y se dieron cuenta de lo que era: en  forma cilíndrica y achatada, con pequeñas ventanas de ojo de buey, y del tamaño de  un coche pequeño. Estaban viendo un… ¿ovni? 

Jacques rodeó el objeto, y vió una pequeña puerta en la parte trasera. Con un palo en  la mano, cogió lentamente el pomo y lo giró. Entró en el sitio. Era una moderna sala de  máquinas, con múltiples pantallas y teclados en aquel idioma extraño. La puerta se  cerró detrás de él. Asustado, se sentó en una de las sillas enfrente de los controles, y  buscó la fecha real. Si estos extraterrestres, o lo que fueran, tenían suficiente  tecnología para hacer una piedra que viajase en el tiempo, seguro que esta máquina  también lo haría. En la pantalla principal apareció una fila de números, y Jacques tocó  con el dedo la fecha de ese día: 16-02-2023, ESP. Le pareció muy general ese lugar,  pero quizá es que sólo hay una piedra en toda España. Emocionado, le dio al enter, y  toda la nave comenzó a iluminarse. Alcanzó a oír los gritos de sus amigos al otro lado  de la puerta, que decían: 

– ¡Jacques, no te vayas, nos vamos a quedar aquí atrapados! 

Pero él no pudo hacer nada. Intentó tumbar la puerta, pero era hermética. De pronto,  un pitido empezó a sonar, de todas y de ninguna parte a la vez. Sorprendido, vio como  las luces eran cada vez más fuertes, y cerró los ojos, cegado por el sonido y  ensordecido por aquel pitido. 

Jacques abrió los ojos. Su alarma de las 7:00 estaba sonando. Asustado, fue corriendo  al baño y se miró la barbilla. Ya no tenía la marca. Miró el calendario del pasillo, y vio  con horror la fecha: 16 de febrero de 2023. Bajó las escaleras, y en la mesa del salón  estaba su madre, dormida encima de un montón de papeles y mapas. Con cuidado de  no despertarla, buscó el libro con una “W” en la portada. Lo encontró, y el contenido  era exactamente el mismo que en su “sueño”. Pero él jamás había leído ese libro. ¿Fue  todo un sueño, o realmente acababa de abandonar a sus compañeros, condenados al  olvido y al jamás haber existido?

 

MODALIDAD C

Primer premio: Luna Esteban Acevedo, 2º Bachillerato,  IES. Tierno Galván. Natur.

Capítulo uno. Construcciones verticales y palomas.

 Un sonido sordo chocaba una y otra vez con la pared, el puñetero despertador. Natur decidió levantarse, debía vestirse e ir al auditorio para su primera clase en torno a la nueva obra y no quería llegar tarde. El despertador siguió sonando mientras Natur buscaba como se apagaba; Una vez más, se había roto. Miró el cielo grisáceo que se veía desde su ventana, los edificios se alzaban verticales al cielo, como siempre, arrinconados en el mismo punto, un mar de grises y luces led.

  • Oh querida, ¿No tendrás pan de sobra?- Una voz se coló por la puerta de madera de la entrada.

Natur se dirigió a la habitación de al lado; Su casa constaba solo de tres: Una cocina junto a la entrada, su dormitorio, y una salita de baño.  Abrió la puerta y pudo ver a la señora Drang en todo su esplendor. Sus rulos rosas combinaban con su bata de leopardo que llevaba unas casuales manchas rosadas, sus arrugas eran aún mayores con la oscuridad que otorgaba el día.

  • Buenos días señora Drang, deme un momento.- Natur se dirigió torpemente a la cocina y cogió unos cuantos trozos, pero cuando volvió a darse la vuelta su vecina se había marchado.

Siendo consciente de la pérdida de memoria de Drang, Natur salió descalza hasta la puerta de al lado y, estando esta entreabierta, entró. La señora Drang se encontraba recolocando un cuadro, una foto reciente de ella misma.

  • Señora Drang, tengo lo que me…
  • Ay, pequeña Natur, ¿viste que hoy no hay palomas en el cielo?- Interrumpió Drang con su voz sórdida.

Natur era una muchacha de pelo corto, rubio con mechas negras en las puntas. Era pequeña, eso no se podía negar, pero odiaba que la llamaran así. La hacía sentir sin poder alguno.

  • Yo…el pan…-Intentó recordar Natur.
  • Las palomas, tan libres, tan ingenuas, ¿Crees que podremos llegar a ser tan libres alguna vez?- Drang divagaba sin cesar. En su cuadro se mostraba un campo con ella en el centro, rodeada de perdices recién cazadas, en su mano derecha, una paloma que parecía muerta, en la otra, una escopeta.

Natur dejó el pan en su mesa de entrada y salió sin mediar palabra de vuelta a su pequeño piso. Tras vestirse con rapidez vio reflejarse su cara en el espejo, ¿Qué sería de ella mañana? Era una bailarina, de 17 años, pobre. Soltó una pequeña risita burlona, levantando el mentón, pensando que al menos podría pagarse unos meses más con lo que ganaría en el siguiente baile. Y para eso debía llegar puntual. 

Salió, cerrando la puerta y corriendo las escaleras de acero que rodeaban su edificio. Las calles, como siempre, se inundaban de grafitis, la vegetación crecía como con alma de colonizador rellenando cualquier espacio vacío, los puentes cruzaban la cabeza de Natur mientras andaba, resguardándola a ratos de la intensa lluvia. La gente andaba escondida en sus paraguas negros, los edificios altos y llenos de quiebras la hacían sentir ahogada; Tanto vacío y destrucción, era como si la ciudad tuviesen un plan malévolo para encerrarla allí, para siempre.

Al llegar a la entrada la vio. Bueno…vio su melena rubia volando y desapareciendo en el giro hacia el pasillo que daba al escenario. Esa chica era la nueva bailarina, haría el papel principal y Natur…bueno…había conseguido un papel medio importante…siendo muy optimistas.

Los pasillos tenían su perfume, el backstage estaba totalmente oscuro y aun así, Natur podía percibir como el olor de esa muchacha incrementaba según se adentraba más en la oscuridad. De repente, algo acarició su espalda.

  • ¡Bu!- Una voz grave inundó el previo silencio y la oscuridad de aquel lugar. Fatum Begehren, siempre dispuesto a hacerla enervar.
  • No me asustaste nada.- Eso era claramente mentira.

El bailarín se rió y se dirigió a encender las luces, la muchacha nueva, Lust, parecía haber pasado de largo. Fatum caminaba con gracia en el backstage, su piel negra y pelo teñido de blanco contrastaba con sus ojos oscuros como tormentas de nieve, destacaba como nadie.

  • ¿Recuerdas cuando nos conocimos?- Dijo Fatum soñoliento.- Te odie tanto por chocarte conmigo en aquella librería que quise pelearme contigo.
  • ¡Eh! Que fui yo la que empezó eso.- Eso era verdad. Fatum era muy prepotente e impaciente, por ello, cuando se chocaron, él interpretó que ella se estaba metiendo en su camino y no aceptó sus disculpas.
  • Sí…bueno. Pero al final el director me llamo y nos dimos cuenta de que éramos del mismo ballet.
  • El chico nuevo, Fatum, una promesa del ballet…- Natur estaba harta de no destacar como él. Era el único chico en las clases, llevándose así todos los papeles masculinos que Natur ansiaba poder interpretar.
  • Sí. Pero yo solo quiero ser el mejor, en eso consiste mi libertad, en ponerme delante de todos y salir a darles la mejor obra de arte que hayan visto en sus vidas, sudar bajo los focos, entregarme a ese destino. No existe otra libertad.- Fatum sonreía mirando las paredes blancas, el auditorio parecía el cielo, tan blanco, vacío, bello…- Es como si no lo entendieses. Para ti esto parece un simple trabajo como uno de camarera.

Fatum era hermoso, pero sus palabras y personalidad eran demasiado grotescas.

  • Qué más te da…De todos modos, ahora tienes un mejor papel que yo, ¿no? Eres el príncipe de la princesita nueva.- Le replicó Natur con tono burlón.
  • ¿Quién sino iba a hacerlo mejor? Además, necesitaban un papel masculino.- Mientras decía esto, se dispuso a estirar en el suelo sin ni siquiera mirarla.
  • Seguro que podría haber hecho tus pasos con ella mejor que tú.- Dijo por lo bajo Natur, empezando a estirar.

Fatum se volvió a poner de pie y, levantando el mentón, le dio una mirada sonriente, dejando ver sus dientes blancos y su mirada de supremacía. Él sabía lo mucho que ella odiaba eso.

Capítulo dos. Riachuelos de amor.

El día pasó de largo, y pronto anocheció. Poco a poco el perfume desapareció, Lust no había aparecido hoy por el frío auditorio, parecía haberse disuelto en el mar de nubes de afuera. Natur no podía dejar de odiar pensarla tanto.

A las doce, cogió su mochila y se dispuso a volver a casa. El cielo se iba despejando, la luna llena brillaba en el cielo, dando colores plateados a la calle, como si de un sueño se tratase. Mientras caminaba, una mariposa se cruzó, ¿una mariposa en invierno? Su color rojizo y alas redondeadas fueron suficientes para llamar la atención de la bailarina, quien pensando que no tenía tampoco algo importante que hacer, la siguió.

Sus alas, fuego  intenso, su aleteo, suave.

Natur, completamente hipnotizada, no fue consciente de la dirección que sus pies seguían y cuando la mariposa empezó a volar tan alto que no podía seguirla, vio con sus ojos verdosos un puente, ¿Un puente?

Hasta ahora había creído que los límites de la ciudad llegaban mucho más allá de lo andable, nunca había oído hablar del…puente. Y mucho menos del pequeño río que lo atravesaba.  Una neblina con tonos rosados parecía comerse el puente una vez este llegaba a su máxima altura, en lo que debería de ser su mitad.

Puso un pie sobre este, temiendo que fuese una simple alucinación y fuese a derrumbarse en cualquier momento. Sin embargo, se mantuvo, erguido, rojizo, fuerte. Fijando aún más su vista en intentar adivinar que ocultaba la niebla pudo ver que alguien parecía bailar entre esta. Con gracia, movía su cuerpo sin salir de la niebla, dejando ver solo su silueta por algún extraño motivo. Natur empezó a sentir presión en su pecho, queriendo avanzar hacia ella, pero sin ser completamente capaz.

Capítulo tres.  Dorado

Cuando Natur volvió a abrir los ojos una luz amarillenta grisácea se colaba por su ventana. ¿Y el puente? ¿Y la mariposa? Natur nunca había visto esa parte de la ciudad, tal vez la construyeron y…juntaron mucha agua para hacer ríos como los de antes…O tal vez fue un simple sueño. Sí, seguro.

A las dos horas ya estaba de nuevo en las pasillos hacía las salas de ballet, pues tampoco tenía otro sitio al que ir y quería distraerse.  No había casi nadie aún, recolocándose el bolso se puso a pensar en su baile mientras andaba, debía aprendérselo…Pero entonces ella apareció en su visión.

Lunt estaba con los brazos erguidos hacia arriba, sus piernas cruzadas, en una quinta posición perfecta. Su pelo dorado recogido en un moño, sus ojos azules mirando al espejo. Natur entró lentamente en la sala, no queriendo ser descubierta, pero Lunt la vio en cuestión de segundos por los grandes espejos y con una sonrisa angelical la miró, rompiendo su postura para caminar con gracia hacia ella.

  • -¡Hola! Eres la chica que conocí en mi primer día, ¿no? ¿Natur?- Comentó extendiendo su fina mano. 

Natur pensó que sus ojos azul diamante la iban a traspasar enteramente en algún momento, y…la chica se acordaba de su nombre, ¿Por qué sentía tantos cosquilleos con ello?

  • -Ho…hola.- Natur estrecho su mano con miedo de quedarse atada a ella para siempre.-Sí, de hecho, tengo una escena contigo en la próxima obra…Supongo que te lo habrán dicho. 

Lust la miró sonriente y atrevida e hizo los primeros pasos de lo que era la obra en conjunto de ellas dos; Una escena en escenario juntas, sin nadie más. Solas. 

Natur se quedó sin respiración, por unos segundos temió que su corazón fuese a dejar de funcionar. Los movimientos de la nueva bailarina eran espléndidos, dramáticos, hermosos… Las paredes blancas y frías parecían alcanzar tonalidades rosadas mientras Lust bailaba. En minutos que parecieron segundos, su parte se había acabado y le tocaba bailar a Natur, quien, desprendiéndose rápidamente de la mochila y quedándose en sus mallas se dirigió en pasos suaves a concentrar todo su corazón en aquellos pasos. 

Pero sus cuerpos chocaron, la espalda de Lust se situaba frente a la suya, sus brazos, levantándose conjuntamente se rozaban, sujetando con delicadeza Natur la muñeca de Lust. Sus ojos esmeralda y diamante se encontraron al girar, todo ello estaba prescrito, así era el baile. Pero… ¿Chocaron sus almas en ese momento? Piedras preciosas en una misma mirada, en un mismo suspiro.

Sus pechos subían y bajaban, como si los corazones pudiesen realmente saltar por fuera, cuando una mano se metió entre sus dos cuerpos. Al segundo solo podía ver la espalda de Fatum, fuerte, grande, sus brazos sujetando con delicadeza la cintura de Lust, levantándola en un movimiento claro y ligero del suelo, como si de una muñeca perfecta se tratase. Lust, continuó el baile, con delicadeza y clase, dejándose llevar  por él. Así se debían ver los amaneceres helados, dorado y blanco, azabache y azul…

  • ¡Bravo! ¡Bravísimo!- Gritaba el director Wunsch, Dringender Wunsch, quien parecía haber aparecido también en un perfecto intento de romper la conexión que habían creado las dos bailarinas.- Así es como se hace. Natur, deberías limitarte a tu papel, dejar actuar a Lust y Fatum, te hará falta.

Ahora solo se oía la lluvia chocando contra el techo de aquella sala blanca, la cual parecía lucir ahora grisácea, las gotas caían con ansia, como si se fuese a inundar la sala entera en cualquier momento. “Ojalá”, pensó Natur.

Natur no soportaba verlos juntos, las manos de él rozando su brazo, sus ojos encontrándose dramáticamente, sus pasos andando al mismo son, su risa…su voz…sus labios rosados, pétalos prohibidos caían cada vez que su voz timbraba en aquella helada sala.

Antes de que se diese cuenta, ya estaba sola, practicando y practicando los pasos que la correspondían, sus pies dolidos llevaban rato suplicando un descanso; Sin embargo, fueron las personas que cerraban las salas las que la pidieron parar y salir, pues ya iban a cerrarlo. Natur asintió con la cabeza y abrigándose con su bufanda gris y chaqueta se dirigió a la oscura calle. ¿Vería hoy a la mariposa? ¿Habría sido real?

Caminó las desiertas calles lentamente, esperando con parsimonia que algún bichito rojo cruzase sus ojos. Cruzó una esquina, luego otra, tomó el camino largo, se paró en un banco…pero nada. La frustración crecía silenciosamente dentro de su cuerpo. Decidió buscar ella sola el puente, seguro que podría acordarse, si es que no había sido un sueño… Aún con su bolso colgado, corrió las calles, girando esquinas esperando ver en cada giro un puente color sangre y un débil y graciosillo río cruzándolo. Y entonces sus pies se mojaron.

Asustada, caminó hacia atrás, al girar una esquina la ciudad se había convertido de nieblilla y un río se alzaba delante de sí. No se vislumbraba el puente, sin embargo, se podía ver tierra al otro lado del ya más denso río. Complacida, sonrió sin poder creérselo y se sentó a la orilladle este. No se oía nadie. Las estrellas brillaban allí, y el rió correteaba como si no supiese de los dolores del mundo, ni de los amores, ni de sus obligaciones…No sabía nada.

Una silueta parecía moverse, en la otra orilla del río, de nuevo, una mujer bailaba. Su pelo rizado, suelto, danzaba con sus suaves movimientos. Natur se quedó ensimismada, se levantó y, quitándose sus sandalias, metió un pie en el agua. Esta, curiosamente cálida, la invitaba a sumergirse hasta lo más hondo, aun así se contuvo y jugueteó con el agua que brillaba, reflejando las estrellas visibles, pareciendo dolida por no poder reflejar la sonriente luna. 

La mujer pareció imitarla y sumergió sus delicadas piernas en el río, mediante pasos amplios y elegantes, como si de una ninfa bailarina se tratase. Las piernas de Natur se empezaban a empapar mientras esta se sumergía inconscientemente hacia el centro de aquellas aguas. Sus pasos, dados de puntilla, intentaban reflejar una respuesta a los dulces movimientos de aquella chica de la otra orilla.

Debía de ser una bailarina de ballet, sus movimientos eran lentos, perfectos; Natur nunca había visto nada igual. Antes de darse cuenta, podía ver el color negro de su piel, su vestido blanco rodeando su cuerpo y agarrando sus cinturas una vez empapado por el agua. Natur la miró, sus ojos transparentes parecían verla, y los cuerpos de ambas supieron conectar en un baile sin ni siquiera tocarse o hablar.

Tocarla. Parecía tan imposible, tan prohibido. La joven mujer dio una dulce vuelta alrededor de Natur, extendiendo sus brazos, cerrando sus parpados, con sus pies aún en puntilla a pesar del agua. Natur no paró el baile, correspondiéndola, giró e hizo las siluetas que había aprendido en un intento de responder lo más armoniosamente posible a aquel ser.

Sus cuerpos, cerca, parecían gritar por rozarse. Natur creía oír ambos latidos, sentir ambas almas, predecir sus pasos…Si la tocaba ahora, ¿Se convertiría en agua esa mujer?

Ahora, frente a frente podía ver sus labios, fijar sus ojos esmeraldas en los ojos transparentes, vacíos y llenos a la vez. La mujer, sin parar de moverse, levantó una mano, dejándola con la palma abierta delante de Natur, mientras subía su pierna lentamente, descendiendo su torso en una posición perfecta, subiendo en un último movimiento su cabeza para mirarla. Natur ya no sentía control sobre su cuerpo o su alma, esa mujer y sus ojos, su baile, su mano extendida esperando a que Natur completase el baile posando su mano junto a la de ella. Dos jóvenes en un río, la estrellas observando, el río inundando, sus cuerpos al fin, chocando levemente cuando Natur, en un suspiro, cogió el suficiente valor para tocar la mano de aquel misterioso ser.

La mujer la sonrió dulcemente y, levantando su torso de nuevo, dio una vuelta sostenida por la mano de Natur, una última vuelta que hizo que sus rizos juguetearan volando, acabando estos en sus hombros y espalda de nuevo. Al terminar, la mujer extendió la otra  mano. Natur, con una respiración entrecortada se acercó a ella, su corazón iba a salir corriendo, el agua empapaba todo su abdomen, y aun así, dejando sus cuerpos alejados, extendió su mano en un intento de entrelazar ambas por completo. Sus ojos brillaban, las estrellas parecían resplandecer y, cuando rozó la yema de sus dedos, todo se volvió oscuro.

Capítulo  4. Libertad.

Natur se levantó sobresaltada, su cuerpo junto a sus ropajes empapados confirmaban los hechos de aquello que había vivido. Estaba amaneciendo aún, tal vez si se daba prisa…tal vez podría volver al río. 

Levantándose de aquel suelo empapado se chocó de repente contra la realidad. Era ella misma el problema, lo había sido todo este tiempo.

Mirándose en el espejo se vio, una bailarina empapada, llena de ganas de amar aquello imposible, de sobrepasar lo limitado, de libertad, de aventuras no prescritas en la coreografía de un baile, de choques, de caídas…

Su despertador empezó a sonar. Ignorándolo y dejándose sus llaves de casa olvidadas en aquel suelo, se fue corriendo a abrir la puerta. Su corto pelo revoloteaba mientras recorría a saltos aquellas escaleras plateadas, el sol se iba asomando tenebrosamente, prediciendo el final de sus tiempos. Cuando terminó de bajar las escaleras, abrió la puerta del recibidor, esperando ver la ciudad que tanto odiaba y disponerse a buscar por sus medios el río. Sin embargo, se encontró con un mar.

 A sus espaldas, las escaleras se iban inundando de niebla, enfrente, un mar sin puente alguno rodeaba todo lo visible.  

Natur trago saliva, se puso de cuclillas y, respirando, volvió a levantarse, dando un amplio paso a aquel misterioso mar. Sus pies y tobillos se empaparon, sus verdosos ojos brillaron y su cuerpo se sintió tranquilo por fin.

Al final podíamos bailar más que los pasos prescritos, podíamos amar más,  podíamos volar más que las palomas.

Segundo premio: Virginia Pablos Castillejo, 2º Bach.-C. El arte de engañar al destino, seudónimo Helena Alighieri

La vieja Sybilah era una de esas personas que se movían con la perspicaz certeza de quienes saben muchas cosas. Había algo siniestro en su aspecto que denotaba sabiduría y malicia a partes iguales. Sus largos cabellos grises caían sin gracia a ambos lados de su arrugada cara, como una nuez madura cubierta de musgo plateado. Tenía todos los dientes podridos a excepción de uno, que era de oro y quedaba parcialmente escondido tras sus labios fruncidos y amoratados. La nariz llamaba mucho la atención por su colosal tamaño y su peculiar forma, pues sobresalía de su rostro como el puño de una sombrilla, dándole un aspecto de ave milenaria. Por si fuera poco, uno de sus ojos era de cristal y con el otro no veía apenas nada. A simple vista era imposible averiguar cuál era cuál, porque ambos estaban hundidos y ocultos bajo los agrietados párpados. 

Cuando la joven Cassia vio a la anciana por primera vez, lo que más sorprendente le pareció fue que a pesar de su postura decaída conservaba una destreza envidiable para su edad. No tenía la fuerza suficiente para caminar a paso ligero durante un día completo, pero podía al menos mantenerse erguida sin la ayuda de un bastón. Aquello perturbó enormemente a la chica porque fue como ver a una mujer madura en el cuerpo de una vieja. Al principio pensó que se trataba de alguna especie de ungüento milagroso que hacía más livianas las extremidades, pero luego supo que Sybilah era una bruja y que había logrado aquella ligereza mediante algún poderoso sortilegio. 

Aquella inaudita agilidad se había convertido en la mayor pesadilla de Cassia. El primer encuentro de la joven con la hechicera había sucedido hacía apenas unos días, durante una de esas tardes perfectas de verano tan comunes en los cuentos y tan singulares en la vida real. Cassia se dirigía con su padre al mítico mercado de Aralia, la ciudad más grande del continente. Ambos eran músicos ambulantes, ella cantaba canciones populares y él colaboraba con el acompañamiento musical a través de una vieja mandolina a la que le faltaba una cuerda. En aquel momento, habían parado junto a un riachuelo para refrescarse y dar de beber a los caballos. La primera en hacerlo fue Cassia, que bajó de su corcel y sumergió el rostro en las aguas cristalinas para limpiarse el sudor. Mientras lo hacía, su padre permanecía a lomos de su montura, buscando una cantimplora en su alforja para llenarla. 

De repente, ambos se sobresaltaron al escuchar el sonido de un carro que se acercaba. La red de caminos era compleja, por lo que era poco frecuente encontrarse con otros viajeros en el bosque. Cassia estiró el cuello para ver de quién se trataba y descubrió un viejo carromato tirado por dos burros malnutridos. En el pescante había una mujer de unos ochenta años que portaba una ballesta en la mano. Con un rápido giro de muñeca y sin darles tiempo a mediar palabra, cargó un virote y disparó a su padre en la sien, que cayó de bruces al agua, haciendo que los caballos huyeran despavoridos. 

Cassia no supo cómo reaccionar. Había sido un movimiento rápido e inesperado, demasiado veloz como para haber sido ejecutado por una anciana aparentemente inofensiva. Durante unos segundos, permaneció quieta con los pies sumergidos en el agua y con una expresión de terror en el rostro. Miró temblorosa a su alrededor y pensó en gritar, pero estaba segura de que el buhonero más cercano estaría a unas tres millas de distancia y le sería imposible escucharla desde tan lejos. Cuando sus ojos repararon de nuevo en el carro vio que una muchacha rubia de su edad había salido del interior y se aproximaba a ella con cautela. La chica la agarró con brusquedad por el brazo y tiró de ella hacia donde se encontraba la anciana, que había guardado el arma en un estuche que tenía a sus pies. Cassia estaba estupefacta, aterrada y horrorizada. No daba crédito a lo ocurrido, su cuerpo temblaba, sus ojos se movían nerviosos y sintió un sudor frío en la espalda que le provocó un repentino escalofrío. Mientras se acercaba al carro, las piernas le fallaron y se dejó caer al suelo. La joven la sujetó con firmeza y cargó con ella hasta dejarla en el interior. No hubo ningún intento de resistencia por su parte, pues no podía apartar los ojos del lugar en el que yacía su padre, tumbado boca abajo, como un muñeco tirado y olvidado en el fondo de un baúl. 

Aquella fue la última vez que lo vio. En el momento en que el carro tomó un desvío y el riachuelo dejó de ser visible, Cassia reaccionó y rompió a llorar. Se sintió extremadamente desgraciada y sola, y la invadió un profundo sentimiento de dolor. De repente, el mundo le pareció un lugar inhóspito y vacío. Todo parecía más oscuro, como si la esencia de las cosas que la rodeaban hubiera sido modificada para contener un poco más de maldad. Los árboles del camino habían perdido parte de su belleza e incluso le parecía que el sol brillaba con menos intensidad. En aquellos instantes de turbación tuvo un momento de lucidez y se preguntó qué sería de sí misma en adelante. El día en el que empezamos a preocuparnos por nuestro futuro es el día en el que dejamos atrás la infancia. Cassia lo sabía y, en cierto modo, una parte de ella murió también en aquel momento. 

Las horas siguientes fueron confusas y estaban borrosas. El carro avanzó por senderos sinuosos y se movía pesadamente en el corazón del bosque. Siempre evitaban los caminos principales y las carreteras amplias, pero Cassia nunca llegó a preguntar el porqué. En realidad no se atrevió a mediar palabra con sus captoras. Las oía murmurar, pero estaba tan absorta en sus propios pensamientos que ni siquiera les prestó atención, incluso cuando sabía que se estaban refiriendo a ella. 

La primera noche pararon en un claro. Sybilah saltó del pescante y soltó a los burros para que pastaran alrededor. Al mismo tiempo, la joven rubia que la había ayudado a meterse en el carromato comenzó a reunir ramas y hojas para hacer una hoguera. Cassia las contemplaba embelesada, sin moverse. Tenía los ojos enrojecidos y las mejillas húmedas de tanto llorar. En aquel momento estaba tan cansada y débil que apenas le quedaban fuerzas para echar a correr y escapar. Algo le decía que incluso si lo intentaba, resultaría inútil. 

De pronto, sintió un rumor de mantas que se movían a su espalda y giró la cabeza bruscamente. Allí, en el fondo del carro, había otra anciana no mayor que la propia Sybilah. Estaba recostada sobre una pesada almohada y no tenía mejor aspecto que la mujer que había matado a su padre. Sin embargo, su cabello aún se resistía a ponerse blanco y tenía la cara más angulosa, con menos arrugas. El sol estaba a punto de desaparecer por el horizonte y había poca luz en aquel momento, pero Cassia aseguraría que aquella mujer sonreía con malicia. 

– ¿No piensas ayudar? – le preguntó con voz cavernosa – Si no te levantas ahora y ayudas a encender el fuego, dudo que te den de cenar esta noche. 

Cassia se preguntó cómo no había podido reparar en aquella anciana antes. Habría jurado que en aquel carro tan solo viajaban tres personas, incluyéndose a ella misma. Se sintió perturbada al saber que esa vieja había estado a sus espaldas todo el trayecto y que ella no había sabido darse cuenta. Saltó hacia el suelo casi sin pensar, porque sentía la necesidad de estirar las piernas y alejarse de la mujer moribunda que yacía en el interior del carro. Además, llevaba varios días sin comer y no le agradaba la idea de irse a dormir con el estómago vacío. 

Estuvo merodeando entre los árboles durante un rato, sintiendo la mirada de Sybilah clavada en la nuca. Aunque le incomodaba saber que estaba siendo vigilada, se convenció de que lo mejor era resistir aquella situación hasta llegar a algún enclave habitado en el que pedir ayuda. 

Haciendo acopio de fuerzas, se arrodilló bajo un árbol y comenzó a recoger ramas secas. Cuando tuvo reunido un número considerable de ellas, las transportó hacia el lugar que había sido despejado para encender el fuego y las dejó caer a los pies de la joven rubia, que dio un respingo, sobresaltada. No tardó en entender que Cassia estaba haciendo grandes esfuerzos por colaborar, así que le regaló una tímida sonrisa y señaló con la cabeza a un tronco que habían colocado cerca a modo de asiento. Ella se sentó con desconfianza, justo en el momento en que Sybilah regresaba con dos liebres recién cazadas a las que comenzó a despellejar con destreza. 

Como quería evitar mirarla a los ojos, Cassia apartó la vista de la anciana y contempló a la muchacha que trataba de encender la hoguera. Era alta y menuda, tenía la piel pálida, lechosa y con divertidas pecas que salpicaban su nariz como estrellas en el cielo. Llevaba el cabello recogido en una gruesa y larga trenza que caía por encima de su hombro hasta la cintura y se movía con la gracia y elegancia propias de una verdadera princesa. No obstante, sus ropas delataban que no era precisamente la dueña de un castillo: llevaba una falda algodón gris y una camisa blanca cubierta por un chal de lana marrón al que se habían pegado varias hojas y ramitas. Calzaba dos pesadas botas de hombre y se cubría con una capa que le quedaba demasiado corta. Sin embargo, lo que más llamó la atención de Cassia fue el grueso medallón de bronce que llevaba colgado de su esbelto cuello. La joven la descubrió mirándolo fijamente y, sintiéndose incómoda, lo agarró y lo dejó caer por debajo de su camisa. Cassia lo notó y bajó la vista al suelo, avergonzada. 

Las liebres no tardaron en hacerse y se sirvieron en cuatro platos. Uno de ellos fue llevado al interior del carro, probablemente destinado a la anciana que había sobresaltado a Cassia anteriormente. Las otras tres mujeres se agolparon alrededor del fuego, dando buena cuenta de la cena. Durante un buen rato, reinó un silencio absoluto que a Cassia no se le hizo para nada incómodo, porque no le apetecía nada mantener una conversación en aquel momento. Sin embargo, para su desagrado, la joven rubia decidió que había llegado el momento de romper el hielo. 

– Deberías contar una de tus historias, Sybilah – dijo – Hace una noche preciosa y me encantaría oír alguna. 

Aquel fue el primer momento en que Cassia oyó el nombre de la vieja hechicera. En realidad, no le pareció un nombre muy adecuado para una bruja, porque sonaba melódico y dulce y aquella mujer no encajaba del todo con ese prototipo. De todas formas, a Cassia siempre le habían gustado los nombres sencillos que significan cosas grandes. Y estaba segura de que aquel era uno de ellos. 

– Ahora mismo no recuerdo ninguna – zanjó la anciana con prepotencia, mientras lanzaba los huesecillos de sus sobras al fuego y escupía por el colmillo. 

– Eso no es verdad – declaró la joven – Todo el mundo sabe alguna historia, todos saben al menos una, y tú sabes muchas cosas. 

– ¡Basta, Lyris! – exclamó la vieja – Esta noche debemos irnos a dormir pronto. Debemos partir mañana a primera hora, o nos dejaran el peor sitio del mercado: algún rincón apartado donde nadie podrá vernos y se nos acerquen los borrachos para robarnos sin que nadie se entere. 

En aquel momento, a Cassia se le iluminó el rostro. Iban al mercado de Aralia, estaba segura. Aquel lugar estaría lleno de gente hasta reventar. Allí podría pedir ayuda a gritos y aquella vieja sería juzgada y ajusticiada por su crimen. Además, estaban a tan solo varias horas de camino. Ya casi podía saborear su libertad. 

Aquel entusiasmo suyo debió resultar demasiado evidente, porque Sybilah se levantó de su asiento y la señaló con uno de sus retorcidos dedos. 

– No pienses que el mercado va a cambiar tu destino, muchacha – sentenció – Nadie ha logrado escapar de tu situación sin mi autorización y si no lo crees pregunta a Lyris cuál fue el destino de su hermana. 

Cassia miró súbitamente a la muchacha rubia y descubrió que tenía los ojos llenos de lágrimas. La anciana sonrió con satisfacción y regresó al carromato, dejando a ambas jóvenes solas bajo el cielo nocturno. Aunque se moría de ganas de conocer la historia de aquella chica, Cassia se mordió el labio y no se atrevió a preguntar. Ahora el silencio sí le resultaba desagradable, pero finalmente Lyris se calmó y comenzó a narrar lo ocurrido. 

– No creas que habla en broma cuando dice que es imposible escapar – murmuró abatida – Lo mejor que podemos hacer en nuestra situación es resignarnos hasta que llegue el día en que nos conceda la libertad. 

Cassia escuchaba atenta, con sus grandes ojos oscuros abiertos como platos. Hasta aquel momento pensaba que esa muchacha debía ser nieta de la anciana, jamás habría imaginado que se trataba de una prisionera como ella. De todas formas, le alegró saber que no estaba sola y se atrevió por fin a entablar una conversación. 

– ¿Puedo hacerte una pregunta? – inquirió Cassia – Una pregunta personal. 

– Esas suelen ser las únicas que merecen la pena – confesó la joven, algo más animada – Dispara. 

– ¿Quién es Sybilah? ¿Es una bruja? ¿Qué quiere de nosotras? ¿Cuánto tiempo llevas viajando con ella? ¿Cómo…?

– Vaya, eso son más de una pregunta – declaró la joven – Perdona por no haberme presentado antes, pero parecías muy afectada, como si estuvieras ida. He preferido no hablarte, sé que es bueno tener algo de tiempo para reflexionar después de un golpe tan duro. Me llamo Lyris, a secas, el apellido lo perdí hace mucho tiempo. 

– Yo me llamo Cassia – dijo ella – También me dirigía al mercado cuando… bueno… el resto ya lo sabes. 

Lyris la miró apenada y se acercó un poco más a ella. 

– Sé que parece una situación complicada, pero solo hay una regla para sobrevivir: obedecer – aconsejó – Si haces todo lo que te dice, si cumples todo lo que te ordena, podrás mantenerte con vida. Lo más importante de todo es que no intentes escapar, porque si lo haces te espera un destino mucho peor que la muerte. 

Cassia se removió inquieta. Sus planes habían quedado reducidos a cenizas y aquello la hizo sentir impotente. Una leve presión en el pecho advirtió que un nuevo llanto estaba a punto de brotar, pero a ella ya no le quedaban lágrimas para llorar. 

– ¿Conoces a alguien que haya logrado escapar? – preguntó. 

– Hubo una chica, hace mucho tiempo. Llegamos a un cruce de caminos y nos pareció ver la luz de un pueblo a lo lejos. Yo sabía que era demasiado arriesgado, pero ella saltó del carro y comenzó a correr en esa dirección. Era un plan sencillo y hubo un instante en el que pensé que había conseguido alejarse lo suficiente. 

– ¿Lo consiguió? 

– ¿Tú qué crees? Sybilah estaba usando un espejo en la parte delantera del carro y la vio a través del reflejo. Le dio un tiempo de ventaja, pero luego dio la vuelta con el carro y la atrapó como si fuera una mosca. Las súplicas no sirvieron de nada y la joven quedó encerrada en el espejo. 

Cassia enmudeció y sintió un nudo en la garganta al contemplar cómo la pobre Lyris se inclinaba hacia delante para llorar en silencio. Al verla en aquel estado, tan desgraciada y tan vulnerable, experimentó un sentimiento de culpa por haberla incitado a remover aquellos recuerdos de su pasado. Le puso un brazo sobre los hombros y la atrajo hacia sí con ternura. 

– Debió ser horrible para tí – murmuró – No me imagino lo traumático que tuvo que ser aquel momento. 

– No te creerías lo culpable que me sentí – respondió Lyris – Aquella chica era mi hermana y no pude hacer nada para protegerla. 

Aquellas palabras resonaron en los oídos de Cassia como una vaga letanía. Estaban cargadas de dolor y de odio, pero también de impotencia y desconsuelo. Volvió a fijarse instintivamente en el medallón que llevaba colgado al cuello y esta vez Lyris se lo quitó para mostrárselo. 

Dentro figuraba la imagen de una chica que mantenía un claro parecido con ella. Tenía el pelo del color del trigo maduro, la cara era sonrosada y agradable, pero tenía los ojos abiertos con una expresión de sorpresa. 

– Creo que intenta saludar – explicó Lyris mientras buscaba un pañuelo para sonarse la nariz – Es difícil moverse en un espacio tan pequeño. 

– Lo s..siento mucho – balbuceó Cassia – Debe de ser horrible. Me alegro de que me lo hayas contado. 

Lyris sonrió apenada y fue a buscar una manta sobre la que descansar. 

Resulta increíble la capacidad de la mente humana para sobrellevar el dolor. En general, existen varias formas de tolerarlo y aquella noche las dos jóvenes descubrieron que dormir les ofrecía un refugio

del mundo y del desconsuelo. La mente se protege del tormento a partir del sueño y poco a poco las heridas se van cosiendo, aunque no se lleguen a olvidar nunca. 

Al día siguiente, ambas despertaron sobresaltadas por el estrepitoso sonido que provenía del carro. Cassia se enderezó y descubrió que tenía todas las extremidades entumecidas por haber dormido a ras del suelo. Lyris, en cambio, logró ponerse en pie al primer intento, y Cassia la envidió por ello. Sybilah había atado de nuevo a los burros y no tardaron en volver a los caminos. 

El trayecto no fue largo, pero el último tramo estaba lleno de obstáculos que las retrasaron mucho. Durante la primera hora, tuvieron que cruzar una hondonada y el carro estuvo a punto de volcar mientras descendían. Lyris supo reaccionar rápido y empujó el vehículo hacia el lado opuesto con su propio peso. Aquel gesto llamó la atención de Sybilah, que la invitó a compartir asiento en el pescante. Sin embargo, la joven se negó y prefirió acompañar a Cassia, que caminaba detrás del carro cabizbaja. 

No pararon en ningún momento, así que la joven dedujo que llegarían al mercado en torno al mediodía. Conforme avanzaban, Cassia advirtió que unas espesas nubes negras amenazaban en el cielo. Cuando se adelantó para advertir a la hechicera, descubrió una gruesa muralla de piedra a lo lejos y supo que habían llegado a su destino. 

En cuestión de minutos, lograron hacerse hueco en la larga cola de viajeros, buhoneros y comerciantes que se agolpaban en la entrada de la ciudad. El alboroto era tan grande que Cassia y Lyris tuvieron que sentarse en el interior del carro para no perderse. Nada más entrar, Cassia señaló con la cabeza a la anciana que dormitaba sobre la almohada, que no había despertado en todo el camino, ni siquiera cuando el carro había estado a punto de desplomarse. 

Lyris emitió una risita traviesa. 

– Esa a la que ves ahí es la vieja Nora, hija única de Sybilah – confesó. 

Cassia la miró contrariada. 

– ¿Hija? – inquirió – Habría jurado que eran hermanas. 

– Es una larga historia – declaró Lyris – Nora era joven y muy hermosa, pero hace años vino con su madre al mercado y se enamoró de un mozo de cuadras. Cuando le pidió a su madre que le dejara quedarse en Aralia, Sybilah la maldijo y la transformó en una vieja como ella. Por si fuera poco, al muchacho lo transformó en caballo y nunca más volvieron a verse. 

– Supongo que la moraleja de la historia es que no debemos tocarle las narices a su madre – asimiló Cassia. 

– Aprendes rápido – afirmó Lyris con orgullo – Hazme caso y todo te irá bien aquí. 

Aquella refrescante charla ayudó a aligerar la espera. No tardaron en abrirse paso a través del puente levadizo. Cassia sintió curiosidad y asomó la cabeza por la parte delantera. Lyris la imitó y ambas pudieron ver como a los dos jóvenes guardias apostados a ambos lados de la entrada se les iluminaba la cara al ver a la vieja Sybilah recorrer la distancia restante. 

– ¡¿Pero a quién tenemos aquí?! – exclamó uno de ellos. 

– Merece la pena esperar cada año al otoño para ver a la mejor vidente del continente – añadió el otro, que era más bajito. 

Sybilah soltó una risita aguda y le dio un golpe con la palma de la mano en el casco dorado. El joven se inclinó bruscamente hacia adelante y se esforzó por no perder el equilibrio. Cuando volvió a levantar la cabeza, Cassia descubrió que estaba roja de vergüenza, y no pudo evitar reírse. Lyris ahogó una carcajada y ambas tuvieron que ocultarse de nuevo en el interior del carro para evitarle aún más bochorno al pobre muchacho. 

– Estás tan hermosa como la última vez – comentó el otro joven mientras hacía una cómica reverencia y se inclinaba para besarle una de sus manos encallecidas.

De nuevo, Cassia se alegró de haberse ocultado porque al escuchar aquel comentario le sobrevino una cómica arcada que hizo reír sonoramente a Lyris y que despertó por fin a la vieja Nora. 

– Si quieres una tirada rápida no tienes más que decirlo, Ajax – sentenció la hechicera mientras Lyris le alcanzaba una caja de madera decorada con motivos dorados – Pero hazme un favor, ahórrate los comentarios sobre mi aspecto, porque me hacen sentir estúpida. A ver, extiende una mano. 

Con un gesto rápido, Sybilah extrajo una baraja de cartas y las entremezcló con una destreza de dedos envidiable. Cuando hubo terminado de combinarlas, se las mostró al joven y dejó caer una de ellas sobre la palma de su mano. El muchacho esperó pacientemente a que le diera la vuelta y descubrió que el papel albergaba el dibujo de una montaña de monedas doradas. Al verlo, abrió mucho los ojos y miró de sopetón a su compañero, que no daba crédito. 

– Vaya, has tenido un golpe de suerte – comentó la anciana – Si todo va bien, creo que te harás rico en muy poco tiempo. 

Al oír esto, Lyris comenzó a rebuscar enérgicamente entre las bolsas y Cassia la miró sin comprender. A su lado, Nora se removió y sacó una moneda de su bolsillo. Lyris la cogió y se arrastró hasta la parte de atrás del carro, justo cuando empezaba a moverse. Cassia se acercó a ella justo a tiempo para ver cómo dejaba caer la moneda en la calzada. 

– ¿Qué? ¿Por qué tiras el dinero? Sabes que… 

– ¡Shh! – exclamó Lyris – Mira y aprende. 

En ese instante, justo cuando el carro atravesaba el gran arco de piedra que servía de entrada a la ciudad, el joven guardia sintió que algo brillaba en el suelo y se abalanzó para agarrar la moneda. Su compañero no daba crédito y ambos se abrazaron con emoción. 

– ¿Has entendido cómo funciona? – inquirió Lyris – Sybilah es una poderosa hechicera, de eso no cabe duda, pero los asuntos del destino no se pueden dominar y ella lo sabe. Nuestro trabajo consiste en asegurarnos de que sus profecías se cumplan, como acabo de hacer ahora. 

Cassia asintió y se alegró porque aquello parecía una tarea fácil y divertida. 

– A ver si lo he entendido: ¿Sybilah es quien baraja las cartas, pero somos nosotras quienes las juegan? – inquirió. 

– Es una forma poética de entenderlo – comentó Lyris – Pero así es, no hay más misterio. 

Cassia rió y el carro dio un giro brusco para introducirse por una amplia avenida. Las jóvenes decidieron que había llegado el momento de bajar del carro y continuar a pie. Las calles estaban abarrotadas, había tiendecitas por todas partes y la música se entremezclaba con los clamores del gentío y las canciones entonadas por algunas jóvenes que recogían las monedas que les lanzaban al vuelo, sin desafinar una sola nota. 

Aquello hizo que a Cassia le viniera una idea a la cabeza: ¿Y si ella empleaba su propia voz para reunir una cantidad considerable de dinero y comprar así su libertad? De repente, todo le pareció muy claro y consiguió mantenerse animada durante unos instantes. El viaje con su padre había sido largo y abrumador. Había empezado a acostumbrarse a vagar por los caminos con escasa compañía y ver aquel lugar tan lleno de gente le produjo un sentimiento de irrefrenable euforia que se tradujo en la sensación de que el corazón iba a salirle del pecho. 

A su lado caminaba Lyris, con la mirada perdida. Cassia dedujo que aquel lugar le traía recuerdos con su hermana y prefirió no intervenir para dejarles disfrutar de la intimidad de aquel momento. En cierto modo, tenía envidia de las dos hermanas porque ambas podían verse cada día y tenían la certeza de ir juntas a todas partes. Ella había perdido a su padre y estaba sola. En el mundo no hay peor sensación que la soledad involuntaria: ese momento en el que sabes que hagas lo que hagas, ninguna persona va a mostrar el más mínimo interés porque no le importas a nadie.

De repente, siguieron al carro por una de las calles principales y a Cassia le llamó la atención una tienda de instrumentos a su derecha. En el escaparate figuraban flautas de diversas formas y tamaños, un precioso laúd recién barnizado y una serie de arpas que podrían pertenecer a los músicos de algún místico palacio. Sin embargo, sus ojos se posaron en una elegante mandolina que se situaba al fondo del local y que habría llamado la atención de su padre irremediablemente. Al verla, lo imaginó con la nariz pegada al cristal admirando la delicadeza con la que había sido tallada o comentando lo mucho que le gustaría poseer un instrumento con todas sus cuerdas para poder tocar las canciones más difíciles. 

Sin darse cuenta, Cassia se había quedado parada en medio de la calle, rodeada por un montón de gente que pasaba a su alrededor asestándole codazos, golpes y empujándola sin piedad. Aquella situación le provocó algo de agobio, pero se las apañó para abrirse camino hasta una callecita más estrecha y vacía. Cuando recuperó del todo el aliento, miró de nuevo hacia la calle principal y descubrió que el carro de Sybilah había avanzado sin ella. 

En aquel momento lo tuvo claro: tenía una oportunidad para escapar y pensaba aprovecharla. Debía actuar rápido antes de que Lyris reparara en su ausencia y advirtiera a la hechicera, así que avanzó por la angosta callejuela en dirección opuesta a la calle de la que provenía y se encontró en una plaza presidida por un edificio del que entraba y salía mucha gente. Había un cartel en la fachada, pero no sabía leer, así que dedujo que debía ser un teatro o alguna taberna que contaba con espectáculo aquel día. 

Como no tenía interés por averiguarlo, rodeó la construcción y se encontró de bruces con un establo. Estaba abierto y aquello le bastó para sentir que era bienvenida a entrar. El olor a excremento y a cuero húmedo bastó para que arrugara la nariz en una mueca de asco, pero aún así siguió avanzando con la esperanza de encontrar a alguien que pudiera atenderla. 

Justo antes de llegar a la penúltima cuadra, un joven no mayor que ella dio un respingo sobre el montón de paja que le servía de cama. Aturdido y adormilado, trató de pronunciar algunas palabras que le sirvieran de saludo, pero se le trabó la lengua y se giró abochornado. Finalmente, fue Cassia quien decidió intervenir, porque no estaba dispuesta a perder más el tiempo. 

– Buenas tardes – dijo – Me llamo Cassia, acabo de llegar al mercado y necesito un caballo con el que recorrer varias millas hacia el norte. 

El joven la miró, contrariado y ladeó la cabeza. 

– ¿Cómo es que ya quieres irte si acabas de llegar? – inquirió – Normalmente los que viajan hasta aquí suelen ser reacios a abandonar este lugar. 

– Es difícil de contar – confesó ella, agitada – Pero necesito irme ya o no tendré la oportunidad de hacerlo nunca, ¿entiendes? 

El joven retrocedió, confuso por la urgencia de la situación y se ajustó el sombrero. – Pareces asustada – observó – Si necesitas ayuda podría… 

– Necesito un caballo – zanjó – Y sí, tengo prisa y estoy asustada. Sólo los religiosos y los locos no le tienen miedo a nada, y yo nunca me he llevado muy bien con Dios. 

– Pues en ese caso necesito saber de cuánto dinero dispones, porque los buenos caballos valen el doble – explicó el chico. 

Cassia carraspeó avergonzada y le mostró su bolsa vacía. El joven hizo una mueca de dolor y se rascó la barbilla, pensativo. 

– ¿Sabes qué? Mi padre siempre me decía que hay dos formas infalibles de perder a un amigo: una es pedirle un caballo prestado y la otra, prestárselo. 

– Ya, pero yo no soy tu amiga, así que no vas a perder nada – declaró ella con más dureza de la que pretendía. 

El chico la miró, herido. Cassia torció la boca, sorprendida por su severidad, pero se obligó a mantenerse firme.

– Lo siento, de verdad, pero es que tengo mucha prisa – se lamentó – Necesito saber si estarías dispuesto a dejarme un caballo, porque no puedo permitirme perder el tiempo. Si lo deseas puedes preocuparte, es tan grave como parece. 

El muchacho suspiró, conmovido. Le hizo un gesto para que esperara y volvió con un caballo viejo, pero fuerte. Estaba ya ensillado y se notaba que lo habían cuidado bien. Cassia lo analizó y se convenció de que podría recorrer una larga distancia a una velocidad considerable. 

– No sé cómo darte las gracias, de verdad – la joven se sorprendió al comprobar que aquel bonito gesto le había provocado un enorme nudo en la garganta. 

Presa de la emoción, le dio un cálido abrazo y le estampó un sonoro beso en la mejilla. El chico se sonrojó y la ayudó a montar a lomos del animal. En cuanto comprobó que la joven estaba cómoda en su montura, dio su autorización para que salieran del establo. 

Cassia no miró atrás cuando abandonó el lugar. Inició el galope tan pronto como noto que las herraduras del caballo rozaban ya la calzada y se dirigió de nuevo a la entrada de la ciudad. Era ya tarde, y la joven sabía que cerraban el puente al anochecer. El animal era rápido como una flecha y no tardaron en regresar a la avenida principal por la que había pasado horas antes junto al carro de Sybilah. La joven tenía una memoria prodigiosa y supo acordarse del camino de vuelta con todo lujo de detalles. 

Conforme se abría paso por las calles, las personas se apartaban entre gritos de sorpresa. La joven sintió el viento en su pelo, con el olor de las especias que brotaban de los tenderetes agolpados a su lado, y no le importó nada más. Su corazón comenzaba a albergar un profundo sentimiento de júbilo, que se acentuó aún más cuando descubrió que estaba a apenas diez metros de la muralla. 

Al notarse a sí misma tan cerca de su propia libertad, espoleó al caballo con ansia y éste echó a correr como si estuviera a punto de introducirse en el núcleo de una épica batalla. Cassia sentía el rubor en sus mejillas y se sintió la mujer más dichosa de la tierra mientras notaba que los ojos volvían a brillarle como estrellas en el cielo. 

Siguió galopando hacia el exterior y no se detuvo hasta cruzar el puente levadizo. La sensación que notó nada más salir de aquella fortaleza fue como haberse desprendido de un enorme peso sobre sus hombros. En aquel momento comprendió que no le habría servido de nada escuchar los consejos de Lyris y esperar a que Sybilah decidiese cuándo liberarla. La libertad no es algo que se espera, es algo que se debe lograr.

Discurso de la ceremonia de entrega de premios.

¡Buenos días! Bienvenidos y bienvenidas a la vigésimo octava entrega de premios del Certamen de Narración Breve Medina de Haro del Instituto Cristóbal de Monroy. 

Muchísimas gracias a la familia de Don Antonio Medina (sus hijos, Don Miguel, Don Juan David y Don Alfonso)  por su amable presencia en este acto; así como a nuestra Directora Doña María Quirós, por su inestimable apoyo. Gracias, por supuesto, a los miembros del jurado, cuya labor es indispensable; en esta ocasión han sido: Don Alejandro Barril, Doña Carmen De Pablos, Doña Cynthia Luque, Doña Antonia Pulido y Don Pablo Romero. De su parte, traslado el reconocimiento al esfuerzo y a la capacidad creadora de los autores y las autoras de los textos que han leído y valorado. Así que, gracias infinitas a los participantes del Certamen, que hacen atemporales estas palabras de Don Antonio: “Yo observo en mis clases a diario la sed de belleza, de autenticidad, de mensajes de esperanza, de libertad sincera… que padece la juventud”. Nos enorgullece comprobar en la calidad de los relatos que, un curso más, este evento literario contribuye al fomento de la creatividad en las nuevas generaciones. Gracias, finalmente, al profesorado, al alumnado y a las familias asistentes a la ceremonia.

Para mí, es especialmente entrañable, ser parte de este acto, como antigua alumna que fui de Don Antonio Medina de Haro en los cursos de 1983-84 y 1985-86; además fui la profesora que lo sustituyó en 1997, año en que nos dejó para seguir leyendo y escribiendo en otros lares menos terrenales. Recuerdo, que al atenderme amablemente en su casa, para asesorarme sobre el alumnado al que impartía clases aquel curso, me miró con sus ojos de maestro, cogió de una estantería su libro Recogiendo velas, y me escribió lo siguiente: “Nunca lo creyera Isabel, que tú me sustituyeras”. Don Antonio me enseñó que la vida está hecha de literatura y al revés; me ayudó a gestar mi vocación literaria y que evolucionara hacia la de enseñar, con esa clarividencia sobre este oficio, que le hacía reconocer la importancia de incentivar en el alumnado el deseo de pensar libremente y de fomentar su mirada crítica, pues él pensaba que (cito textualmente) «en el aula, la única verdad debe ser la honestidad intelectual, la limitación al cumplimiento de una tarea dada, la renuncia a hacer del propio yo la medida de todas las cosas.» De hecho, en el libro arriba citado podemos leer esta dedicatoria:  «A todos cuantos alumnos han pasado por mi mirada y mi palabra. Eso, al final, es lo que queda». 

        Así es; en esta XXVIII edición nos hemos quedado con el buen hacer de los seis ganadores, de cuyos relatos voy a comentaros algún detalle, para que os animéis a leerlos completos en el enlace al Periódico del Instituto habilitado en nuestra web: Manuel muestra una sensibilidad maravillosa hacia el dolor de quien no se siente querido. Ana Belén nos sitúa en la encrucijada del destino que parece manejar nuestras vidas. Aitor nos adentra en la guerra con descripciones tan líricas como esta: Mientras, otros luchan en el frente, dejando sus vidas encerradas en la añoranza de un pasado devastado. La esperanza ya solo es la resistencia de anhelos,… Luis Alberto ha elegido la aventura y la ciencia ficción, para crear intriga. Luna desborda emociones en fragmentos como el que os leo: “Mirándose en el espejo se vio, una bailarina empapada, llena de ganas de amar aquello imposible, de sobrepasar lo limitado, de libertad, de aventuras no prescritas en la coreografía de un baile, de choques, de caídas…”. Y Virginia siembra de sentencias su alegato a la libertad, así, por ejemplo:  “La joven sintió el viento en su pelo, con el olor de las especias que brotaban de los tenderetes agolpados a su lado, y no le importó nada más. Su corazón comenzaba a albergar un profundo sentimiento de júbilo, que se acentuó aún más cuando descubrió que estaba a apenas diez metros de la muralla”.

Tras estos fragmentos de nuestros ganadores , solo queda animaros a seguir amando la escritura y a hacernos partícipes de vuestro arte, con otra cita más de Don Antonio Medina de Haro: “Tú tienes la voz y la palabra sobre tus emociones, tu tiempo y tus temblores…”.