Para nosotros Julián no tenía nombre. En el mejor de los casos era “el de Filosofía”. En el peor, “el
Tarugo”, el mote por el que era conocido por todos sus alumnos. Julián no era carismático pero sí era
popular. Su desdichada notoriedad radicaba en ser considerado por muchos como “el peor profesor del
instituto”.
Y es que Julián no era ese docente que con su sola presencia hace callar hasta al más gallito. Su carácter
pusilánime y su ánimo débil no eran los más apropiados para enfrentarse a un puñado de adolescentes
para quienes el “amor a la sabiduría” (filosofía) no era, precisamente, la principal de sus prioridades. La
autoridad y la capacidad de liderazgo en Julián ni aparecían ni se les esperaba.
Aquellas clases de Filosofía rozaban lo surrealista, con un profesor que explicaba y explicaba y al que
nadie escuchaba. Ni siquiera le obsequiábamos con el gesto de mirarlo de vez en cuando cuando nos
hablaba de Platón o Aristóteles. El habitual murmullo en sus clases con frecuencia se convertía en sonoro
ruido en cuanto volvía la espalda para hacer sus esquemas en la pizarra. Y, a pesar de sus esfuerzos por
mandar a callar, lo cierto es que el respeto a su figura brillaba por su ausencia. Sencillamente, pasábamos
de él.
A pesar de los pesares, Julián conseguía llegar vivo al final de cada clase e incluso sin estallar. No
recuerdo que nos gritara nunca. No tengo constancia de que diera nunca un golpe sobre la mesa.
Seguramente, su orgullo y su dignidad se habían habituado ya a esa coyuntura y, probablemente, se había
agotado de luchar. O igual no le apetecía. Acaso no se veía con fuerzas o capaz.
A pesar de su edad madura, recuerdo que un día contó en clase que llevaba pocos años en la educación.
¿Llegaría a la enseñanza por casualidad? ¿Habría tenido que dedicarse a esto obligado por las
circunstancias? ¿Llevaba toda su vida soñando con enseñar Filosofía y por fin lo había conseguido? Son
preguntas que me hago ahora. En aquel momento no me interesaban lo más mínimo. Lo que era palpable
es que Julián no era feliz con una tiza en las manos. Desde luego, si esto era su sueño, estaba claro que no
era como él habría podido imaginar.
El curso avanzaba y tanto en el primer como en el segundo trimestre suspendió más de la mitad de la
clase. Evidentemente, lo culpábamos a él. “No sabe explicar”, “los exámenes no hay por donde cogerlos”,
“pregunta cosas que no hemos visto antes”… Frases que repetíamos a otros profesores y a nuestras
familias para hacerle enteramente responsable de nuestro fracaso. Obviamente, nunca hablábamos de
nuestra actitud en sus clases. Y aunque éramos conscientes de nuestra falsedad, su talante resignado y
poco beligerante lo convertía en el chivo expiatorio perfecto para nuestros intereses.
Llegó el final de curso y algunos nos pusimos las pilas y aprobamos la asignatura. Se aproximaba la
temible selectividad y yo decidí presentarme a Filosofía, a pesar de que no me veía para nada preparado.
Aquellas dos semanas previas al examen, Julián se volcó conmigo y con otra alumna en la misma tesitura
que yo. Sin tener por qué hacerlo, me dedicó horas para explicarme conceptos que yo era incapaz de
entender y que me sonaban a chino porque en sus clases me había dedicado a perder el tiempo. Nunca en
esos días me pidió cuentas por mi actitud durante todo el curso. Resulta que al “peor profesor del
instituto” le importaban de verdad sus alumnos.
Aprobé aquel examen gracias a él, pero nunca pude agradecérselo porque nunca lo volví a ver. Me
acerqué un día al curso siguiente para intentar verlo pero ya no estaba. Me contaron que había dejado el
instituto y, según decían, la enseñanza. Supongo que muchos, en ese momento, pensarían que “el peor
profesor del instituto” por fin se había dado cuenta de que esto no era lo suyo. A mí, en cambio, me sirvió
para darme cuenta de una vez de que detrás de “el de Filosofía”, detrás de “el Tarugo”, había un ser
humano.
Los profesores nos enfrentamos cada clase, cada día, cada curso al arduo y complejísimo desafío de
enseñar, de educar, de transmitir valores, de servir de apoyo, de estar al 100% siempre para nuestros
alumnos. Y entre medias, además, al reto de vivir nuestras vidas (que también tenemos), intentando que todo lo anterior no nos afecte demasiado, cosa que no siempre conseguimos. Y aunque, como en todos los
gremios, haya profesionales mejores y otros peores, una sociedad realmente justa nunca debería dejar de
prestarle todo su respeto y apoyo a sus maestros y profesores. A todos, incluidos los Julián de la
educación.

Aunque la historia puede estar basada en un suceso real, el nombre de nuestro protagonista es
totalmente ficticio.

Daniel Piñero Fernández, profesor de Lengua y Literatura.