Actividad complementaria

Lo que aprendí de Sansón y Dalila

He gastado fortunas en equipos de música. Siento una natural atracción por cualquier cosa que emita sonidos acompasados: un motor de explosión, un ronroneo de gato y por supuesto todo tipo de instrumentos, altavoces, amplificadores y reproductores de todos los formatos de audio conocidos. Siempre me maravilló la posibilidad de registrar una voz o un instrumento en un objeto (un vinilo, por ejemplo) y poder replicar ese sonido que una vez existió hace mucho tiempo y muy lejos de mí. Recuerdo el impacto que supuso para mí saber que el animado cantante de The Beatles que sonaba por los altavoces siempre joven había muerto poco antes de yo nacer. Es decir, casi a la vez fui consciente de la muerte y de la posibilidad de vencer a la muerte a través de la música. Pero en cierto modo, ¿no es toda la música grabada música muerta? Todo dispositivo de sonido altera el sonido inicial. Nuestras voces jamás suenan igual por teléfono, por un megáfono o grabadas en el mejor estudio de Los Ángeles. Hay cierto drama en esto, puesto que tampoco uno mismo podrá oír su voz tal cual suena, tal cual la oyen los demás, sencillamente porque nos escuchamos también de manera interna.

Y este amor imposible a replicar los sonidos originales fue el origen de lo que se conoció como “alta fidelidad” (que también es el título de una excelente novela y película). La alta fidelidad surge ante el deseo de los aficionados de reproducir en sus casas la música de la manera más parecida posible a los intérpretes originales, la carrera infinita por mejorar un amplificador, un altavoz o la aguja del tocadiscos de modo que aumenten los matices de cada instrumento y voz. Pero este amor platónico, como todos, está condenado al fracaso: podemos mejora indefinidamente nuestros equipos y estos mejorarán la representación de nuestras copias, pero nunca serán el sonido original. Por eso nos sigue atrayendo la música en directo, porque en ella hay verdad. Pero incluso aquí hay problemas: el sonido que nos llega es evidentemente el del instrumento o la garganta, pero también el de los rebotes de ese sonido en las paredes, techo, mobiliario, etcétera y además solemos recibir el sonido por un sistema de amplificación que interfiere en la señal original… A veces, ni siquiera el directo es “directo”. El amor a la música,
como los amores legendarios, suele ser frustrante e imposible.

Y sin embargo, el ser humano es capaz de los mayores excesos por amor y hace casi treinta años se construyó un templo del sonido: el Teatro de la Maestranza. Y digo que es una obra de amor porque es un edificio enorme hecho con el fin último de que el sonido se propague sin interferencias, que el oído amante y el sonido amado se puedan encontrar en un entorno acogedor y libre. He gastado muchos años y mucho dinero persiguiendo lo que sucedió el pasado 12 de noviembre. Para mí, que nunca había ido a la ópera, la sensación era de un huracán que me arrancaba del suelo, algo que no me daba la opción de mantenerme en la mediocridad de un martes por la noche, la obligación de dejarme llevar por ese ejército de voces y músicos que me ofrecían por primera vez la experiencia total de un sonido sin aditivos, sin filtros, la pureza de la vibración del aire producida a unos metros de mí. Y entonces hubo verdad.

Nunca más nadie podrá escuchar lo que escuchamos, porque sencillamente ya fue, porque no hay manera de registrar lo que sucedió y reproducirlo sin, en cierto modo, engañar al futuro oyente.

Cada aplauso que ofrecimos fue un gesto de agradecimiento a los intérpretes por habernos brindado una experiencia REAL de música.

Lo que aprendí de Sansón y Dalila fue el sabor de la realidad, a partir de la cual todas las demás experiencias saben a copia. Esa realidad cada vez más escasa en este mundo virtualizado. Ese mismo sabor que uno tiene cuando vive el primer amor real y descubre que todos los anteriores amores no fueron más que deseos de enamorarse.

Juan de Dios Pascual García (Profesor de Filosofía del IES Cristóbal de Monroy).